Hans Christian Andersen. Autor danés.Nació
el 2 de abril de 1805 en Odense.
Hijo de un humilde zapatero y de una lavandera. Hans recibió de pequeño muy poca educación, aunque su padre cultivó su imaginación contándole historias fantásticas y enseñándole a crear su propio teatro de títeres.
Con tan sólo 14 años, escapa a Copenhague para tratar de convertirse en actor o cantante. Trabajó paraJonasCollin, director del Teatro Real, que le financió sus estudios. Desde 1822 publicó poesía y obras de teatro, consiguió su primer éxito con Un paseo desde el canal de Holmen a la punta Este de la isla deAmager en los años 1828y1829, un cuento fantástico que imita el estilo del escritor alemán E. T. A. Hoffman. Su primera novela, El improvisador, o Vida en Italia (1835), fue alabada por la crítica.
Realizó viajes por Europa, Asia y África y escribió muchas obras de teatro, novelas y libros de viaje. Pero es gracias a sus más de 150 cuentos infantiles los que le han establecido como uno de los grandes de la literatura mundial. Entre sus principales innovaciones cabe destacar el uso de un lenguaje cotidiano y dar salida a las expresiones de los sentimientos e ideas que previamente se pensaba que estaban lejos de la comprensión de un niño. Entre sus populares cuentos se encuentran El patito feo, El traje nuevo del emperador, La reina de las nieves, Las zapatillas rojas, El soldadito de plomo, El ruiseñor, El sastrecillo valiente y La sirenita. Han sido traducidos a más de 80 idiomas y adaptados a obras de teatro, ballets, películas y obras de escultura y pintura.
Hans Christian Andersen falleció el 4 de agosto de 1875.
Hijo de un humilde zapatero y de una lavandera. Hans recibió de pequeño muy poca educación, aunque su padre cultivó su imaginación contándole historias fantásticas y enseñándole a crear su propio teatro de títeres.
Con tan sólo 14 años, escapa a Copenhague para tratar de convertirse en actor o cantante. Trabajó paraJonasCollin, director del Teatro Real, que le financió sus estudios. Desde 1822 publicó poesía y obras de teatro, consiguió su primer éxito con Un paseo desde el canal de Holmen a la punta Este de la isla deAmager en los años 1828y1829, un cuento fantástico que imita el estilo del escritor alemán E. T. A. Hoffman. Su primera novela, El improvisador, o Vida en Italia (1835), fue alabada por la crítica.
Realizó viajes por Europa, Asia y África y escribió muchas obras de teatro, novelas y libros de viaje. Pero es gracias a sus más de 150 cuentos infantiles los que le han establecido como uno de los grandes de la literatura mundial. Entre sus principales innovaciones cabe destacar el uso de un lenguaje cotidiano y dar salida a las expresiones de los sentimientos e ideas que previamente se pensaba que estaban lejos de la comprensión de un niño. Entre sus populares cuentos se encuentran El patito feo, El traje nuevo del emperador, La reina de las nieves, Las zapatillas rojas, El soldadito de plomo, El ruiseñor, El sastrecillo valiente y La sirenita. Han sido traducidos a más de 80 idiomas y adaptados a obras de teatro, ballets, películas y obras de escultura y pintura.
Hans Christian Andersen falleció el 4 de agosto de 1875.
|
Hans Christian Andersen nació el día 2 de abril de 1805 en Odense,
Dinamarca.
Desde muy temprana edad, Hans Christian mostró una gran imaginación que fue
alentada por la indulgencia de sus padres.
Hans Christrian Andersen escribió: ´´El patito feo´´, ´´La reina de las
nieves´´, ´´Las zapatillas rojas´´, ´´El soldadito de plomo´´, ´´El ruiseñor´´,
´´La sirenita´´, ´´El ave Fénix´´,´´La sombra´´, ´´La princesa y el
guisante´´...Entre los más famosos.
Murió el 4 de agosto de 1875 con 70 años en Copenhague.
En su ciudad natal desde 1956 se concede cada dos años el premio de
literatura infantil que lleva su nombre.
Marisol G.P.
HANS
CHRISTIAN ANDERSEN
Nació en
Odense, en Dinamarca, el 2 de abril de 1.805.
Era hijo de
un zapatero y de una lavandera, y eran tan pobres que a veces era obligado a
dormir debajo de un puente y a mendigar.
A los once
años dejó la escuela debido a la muerte de su padre. Gracias a las ayudas de la
gente adinerada, ingresó en una escuela y consiguió el título de Bachiller.
Aunque desde
1.822 publicó poesías y obras de teatro su primer éxito fue el cuento
fantástico " Un paseo desde el canal de Holmen a la punta
Este de la isla de Amager".
Gracias a su
innovador lenguaje literario consiguió que sus obras fueran de fácil
comprensión para un niño.
Entre sus
más destacadas obras se encuentran "La Sirenita", "El
santrecillo valiente", "El patito feo"...
Sus obras
han sido tan importantes que han sido traducidas a más de ochenta idiomas,
adaptadas a obras de teatro, ballets, esculturas...
Murió en
Copenhague, el 4 de agosto de 1.875, a los 70 años.
Inés.
Fue un escritor y poeta danés, famoso por sus cuentos
para niños, entre ellos "el patito feo", " la sirenita" y
" la reina de las nieves". Como dato estas tres obras han sido
adaptadas al cine por Disney.
Nació el 2 de abril de 1805. Su familia era tan pobre que en ocasiones tuvo que dormir bajo un puente y mendigar. Era hijo de un zapatero de 22 años, instruido pero enfermizo, y de una lavandera de confesión protestante. Dedicó a su madre el cuento" la pequeña cerillera", por su extrema pobreza.
Desde muy temprana edad, mostró una gran imaginación . En 1816 murió su padre y dejó de asistir a la escuela, dedicándose a leer todas las obras que podía conseguir.
Nació el 2 de abril de 1805. Su familia era tan pobre que en ocasiones tuvo que dormir bajo un puente y mendigar. Era hijo de un zapatero de 22 años, instruido pero enfermizo, y de una lavandera de confesión protestante. Dedicó a su madre el cuento" la pequeña cerillera", por su extrema pobreza.
Desde muy temprana edad, mostró una gran imaginación . En 1816 murió su padre y dejó de asistir a la escuela, dedicándose a leer todas las obras que podía conseguir.
CARLOS.
Escritor
italiano de libros infantiles nacido en Omegna. De padres panaderos, fue criado
por una nodriza y con 9 años enviado a vivir con su tía. Permaneció hasta los
14 años en un seminario, obteniendo más tarde una beca para seguir estudiando,
aunque siempre quiso ser músico. Se ganó la vida dando clases particulares y
cuando Italia entró activamente en la II Guerra Mundial, Rodari fue rechazado
por el ejército debido a su mala salud. Continuó con su carrera de maestro
hasta que, a través de su vinculación con el Partido Comunista Italiano,
comenzó a vivir del periodismo, editando el periódico Cinque Punte y siendo
director de L`Ordine Nuovo de Varese. A través de este ejercicio de un
periodismo comprometido, Rodari llegó a la literatura. Al principio firmó con
el seudónimo de Francesco Aricocchi, con el cual publicó una recopilación de
leyendas populares, Leyendas de nuestra
tierra, y dos cuentos de corte fantástico, El beso y La señorita
Bibiana. Posteriormente, siendo cronista del periódico L'Unitá,
descubrió su vocación de escritor para niños. De allí nacen sus primeras
filastrocche, coplas y retahílas cargadas de humor, ligadas a la corriente de
la poesía popular italiana, las cuales tienen tanto éxito que son reclamadas
por los lectores grandes y chicos. Desde entonces publicó más de una veintena
de libros en los que combina magistralmente el humor, la imaginación y la
desbordante fantasía con una visión crítica, no exenta de ironía, del mundo
actual. Entre sus libros destacan El
libro de las retahílas, Las
aventuras de Cipollino, Jip en
el televisor, Cuentos por
teléfono, Gramática de la
fantasía, Cuentos escritos a
máquina, Cuentos para jugar,
La góndola fantasma, Gelsomino en el país de los mentirosos,
Las aventuras de Tonino el invisible,
Los enanos de Mantua, Ejercicios de fantasía y Los traspiés de Alicia Paf. En 1970
recibió el máximo galardón al que un escritor para niños puede aspirar, el
premio Andersen. El hecho de que desembocara en la literatura infantil a partir
del periodismo, y no de la pedagogía, incide directa y favorablemente en su
obra. En ella hay que descubrir todo el potencial liberador y verdaderamente
revolucionario de su propuesta. Acercarnos al hombre vital y comprometido, al
político, periodista, pedagogo y escritor que hizo de la palabra su acción.
Fuente: http://www.epdlp.com
CUENTOS
- Abuelita.
- Buen humor.
- aquellos pobles fantasmas. Rodari.
- El Ave Fénix.
- El perro que no sabía ladrar. Rodari.
- Juan el bobo.
- La casa en el desierto.Rodari.
- La gota de agua.
- La hucha.
- La Musa del nuevo siglo.
- La Reina de las Nieves.
- La Sirenita.
- Las cigüeñas.A jugar con el bastón. Rodari.
- A jugar con el bastón. Rodari.
Abuelita
Hans Christian Andersen
|
|
|
Buen humor
Hans Christian Andersen |
|
|
|
AQUELLOS POBRES FANTASMAS.Rodari
En el planeta Bort vivían muchos
fantasmas. ¿Vivían? Digamos que iban tirando, que salían adelante. Habitaban,
como hacen los fantasmas en todas partes, en algunas grutas, en ciertos
castillos en ruinas, en una torre abandonada, en una buhardilla. Al dar la
medianoche salían de sus refugios y se paseaban por el planeta Bort, para
asustar a los bortianos.
Pero los bortianos no se asustaban. Eran gente
progresista y no creían en los fantasmas. Si los veían, les tomaban el pelo,
hasta que les hacían huir avergonzados.
Por ejemplo, un fantasma hacía chirriar las cadenas,
produciendo un sonido horriblemente triste. En seguida un bortiano le gritaba:
—Eh, fantasma, tus cadenas necesitan un poco de aceite.
Supongamos que otro fantasma agitaba siniestramente su
sábana blanca. Y un bortiano, incluso pequeño, le gritaba: —A otro perro con
ese hueso, fantasma, mete esa sábana en la lavadora. Necesita un lavado
biológico.
Al terminar la noche los fantasmas se encontraban en
sus refugios, cansados, mortificados, con el ánimo más decaído que nunca. Y
venían las quejas, los lamentos y gemidos.
—¡Es increíble! ¿Sabéis lo que me ha dicho una señora
que tomaba el fresco en un balcón? «Cuidado, que andas retrasado, me ha dicho,
tu reloj se atrasa. ¿No tenéis un fantasma relojero que os haga las reparaciones?»
—¿Y a mí? Me han dejado una nota en la puerta sujeta
con un chincheta, que decía: «Distinguido señor fantasma, cuando haya terminado
su paseo cierre la puerta; la otra noche la dejó abierta y la casa se llenó de
gatos vagabundos que se bebieron la leche de nuestro minino».
Alguno propuso hacer una marcha de protesta. Otro
sugirió hacer sonar al mismo tiempo todas las campanas del planeta, con lo que
por lo menos no habrían dejado dormir tranquilos a los bortianos.
—Señoras y señores —dijo mientras se cosía un
desgarrón en la vieja sábana—, queridos amigos, no hay nada que hacer. Ya nunca
podremos asustar a los bortianos. Se han acostumbrado a nuestros ruidos, se
saben todos nuestros trucos, no les impresionan nuestras procesiones. No, ya no
hay nada que hacer... aquí.
—Se llama planeta Tierra. ¿Lo veis, allí abajo, ese
puntito de luz azul? Es aquél. Sé por una persona segura y digna de confianza
que en la Tierra viven millones de niños que con sólo oír a los fantasmas
esconden la cabeza debajo de las sábanas.
—Quien esté de acuerdo en emigrar al planeta Tierra
que agite un borde de su sábana. Esperad que os cuente... uno, dos, tres...
cuarenta... cuarenta mil... cuarenta millones... ¿Hay alguno en contra? Uno,
dos... Entonces la inmensa mayoría está de acuerdo: nos marchamos.
Y la noche siguiente, antes de que asomase alguna luna
(el planeta Bort tiene catorce; no se entiende cómo se las arreglan para girar
a su alrededor sin chocarse), los fantasmas bortianos se pusieron en fila,
agitaron sus sábanas como alas silenciosas... y helos aquí de viaje, en el
espacio, como si fueran blancos misiles.
—No hay cuidado: el viejo conoce los caminos del cielo
como los agujeros de su sábana...
Primer
final
...En unos minutos, viajando a la velocidad de la luz,
los fantasmas llegaron a la Tierra, a la parte que estaba entonces en sombra,
en la que apenas acababa de empezar la noche.
—Ahora romperemos filas —dijo el viejo fantasma—, cada
uno se marcha por su lado, y hace lo que le parezca. Antes del alba nos
reuniremos en este mismo sitio y discutiremos sobre la situación. ¿De acuerdo?
¡Disolverse! ¡Disolverse!
Los fantasmas se dispersaron por las tinieblas en
todas direcciones.
Cuando volvieron a encontrarse no cabían en la sábana
de alegría.
—¡Chicos, qué gozada!
—¡Vaya suerte!
—¡Qué fiesta!
—¡Quién se iba a imaginar encontrar todavía a tanta
gente que cree en los fantasmas!
—¡Y no sólo los niños. También muchos mayores!
—¡Y tantas personas cultas!
—¡Yo he asustado a un doctor!
—¡Y yo he hecho que a un comendador se le volviera
blanco el pelo!
—Por fin hemos encontrado, el planeta que nos
conviene. Voto que nos quedemos.
—¡Yo también!
—¡Yo también!
Y esta vez, en la votación, no hubo ni siquiera una
sábana en contra.
Segundo
final
...En unos minutos, viajando a la
velocidad de la luz, los fantasmas de Bort llegaron a gran distancia de su
planeta. Pero en las prisas por irse no se habían dado cuenta de que en la
cabeza de la columna se habían colocado... justamente aquellos dos fantasmas que
votaron contra el viaje a la Tierra. Por si os interesa saberlo, eran dos
oriundos. En otras palabras, eran dos fantasmas de Miln a los que habían hecho
salir huyendo de la capital lombarda un grupo de milaneses únicamente armados
de tomates podridos. A escondidas habían ido a parar a Bort, entremezclándose
con los fantasmas bortianos. No querían ni oir hablar de volver a la Tierra.
Pero hay de ellos! si hubieran confesado ser unos clandestinos. Así que le
dieron vueltas al asunto. Y dicho y hecho.
Se colocaron en la cabeza de la columna, cuando todos
crean que el que indicaba el camino era el viejo y sabio fantasma, quien se había
quedado dormido volando con el grupo. Y en vez de dirigirse hacia la Tierra se
encaminaron hacia el planeta Picchio, a trescientos millones de miles de kilómetros
y siete centímetros de la Tierra. Era un planeta habitado únicamente por un
pueblo de ranas miedosísimas. Los fantasmas de Bort se encontraron a gusto, por
lo menos durante unos cuantos siglos. Después parece que las ranas de Picchio
dejaron de asustarse de los fantasmas.
El anillo
del pastor .RODARI.
Había una vez un pastor que
apacentaba su rebaño en los campos que rodean a Roma. Por la noche, retiraba
las ovejas al redil, comía un poco de pan y queso, se tendía sobre la paja y
dormía. De día, siempre a fuera con las ovejas y el perro, con sol o
tramontana, agua o viento. Lejos de casa durante meses y meses, siempre solo.
Es dura la vida del pastor.
—Sólo un caminante, pastor. He andado durante todo el
día y tengo que caminar todo el de mañana. Yo no tengo dinero para trenes. Me
he quedado sin cena y sin provisiones. He pensado que a lo mejor tú...
—Entre y siéntese. No tengo más que pan y queso. La
leche no falta para beber. Si se da por contento, sírvase.
—Con mis propias manos. El pan es un poco viejo, hasta
mañana no me lo traerán fresco. Si fuese ya mañana por la noche...
—No te preocupes, este pan también es excelente.
Cuando se tiene hambre es mejor el pan pasado hoy que el fresco mañana.
El caminante comió y bebió. Luego el pastor le cedió
la mitad de su paja para que pudiera descansar. Por la mañana se levantaron
juntos, con las primeras luces del alba.
—Vamos, sólo es un anillito de hierro, sin ningún
valor. Un recuerdito como te he dicho. Pero procura no perderlo.
—Si usted lo dice...
Se
saludaron. El pastor se guardó el anillo en el bolsillo y se olvidó de él.
Aquella noche llegaron dos bandidos a su redil, armados hasta los dientes.
Menos
mal que la cena pareció de su gusto. Incluso, aquel de los bandidos que hablaba
y daba órdenes y tenía todo el aire de un jefe, en determinado momento dijo:
—Exacto.
¿Qué podías hacer? Cocinar. Y has cocinado. ¿Y nosotros qué podemos hacer?
Comer. Y estamos comiendo. El resto vendrá después.
—No
me parece una gran desgracia —dijo el pastor, como diciendo: «Bueno, no os
menosprecieis de esa forma, tampoco sois tan feos». Pero el bandido le explicó
de qué desgracia se trataba.
—Querido
mío, si vuelves al pueblo y hablas de nosotros, las cosas podrían ponerse mal,
¿no te parece? Puedes describirnos a los guardias: uno es viejo y ciego de un
ojo, el otro es más joven y tiene una verruga en la nariz...
—Lo
decía por decir. El hecho es que ahora eres un peligro para nosotros. Pero no
te preocupes, te haremos una hermosa tumba, y hasta te plantaremos
florecitas...
—Pastor,
eres verdaderamente duro de mollera. No queda más remedio. Pero será cuestión
de un minuto, un minutito. Cuesta menos morir que trabajar. Será cosa de...
¡Eh, pastor... Eh, digo! ¿Dónde te has metido? ¡Pastor! Adelante, socio: tú
búscalo por aquel lado y yo le buscaré por aquí. Pastor, sal, era una broma.
Nadie quiere matarte. Venga, deja ya de jugar al escondite... ¡Pastor!
¿Qué
es lo que había pasado? Lo que había pasado es que mientras escuchaba las
amenazas de los bandidos, el pastor se metió la mano en el bolsillo y había
tocado el anillito de hierro distraídamente. En ese mismo instante se hizo
invisible. Estaba allí, sentado junto al fuego, y los bandidos no podían verle.
Le buscaban, le llamaban, con las armas empuñadas, dispuestos a matarle. Y él no se había movido. Le daba demasiado miedo hacer un solo movimiento. Tenía miedo, hasta de respirar
Primer final
Por fin los bandidos se cansaron de buscar al pastor y
se prepararon para regresar a los montes de Tolfa, donde tenían su guarida. El
pastor, dejando el rebaño al perro, seguro de que lo guardaría bien, les siguió
procurando no hacer ruido. A veces una hoja seca crujía bajo sus zapatos, o un
guijarro saltaba sobre el sendero. Los bandidos se detenían, miraban alarmados
alrededor, pero no veían nada ni a nadie y reemprendían el camino suspirando.
Segundo
final
Cuando se marcharon los bandidos,
cansados de buscarle sin resultado, el pastor besó el anillo que le había
salvado y en ese instante, gracias al beso, volvió a hacerse visible. Se dio
cuenta porque el perro, que parecía haber estado dormitando, dio un brinco
ladrando alegremente.
—Muy bien —dijo el pastor—, también tú te das cuenta,
¿verdad?, de la suerte que hemos tenido. Pues sí, amigo mío: se acabó esta vida
tan dura, de una vez por todas diremos adiós a estas aburridas ovejas. ¿Sabes
lo que he pensado? He pensado hacerme detective, policía privado. Gracias a mi
invisibilidad podré realizar toda clase de investigaciones sin llamar la
atención. Podré entrar y salir de las casas de los malhechores, recoger
pruebas, hacer fotografías… Confundiré a los ladrones más avisados.
Desenmascararé a los falsificadores y atracadores más hábiles. Y me haré famoso
en Italia y Suiza. Y a lo mejor también en Rusia.
Y así sucedió. Unos meses después los periódicos de
media Europa no hablaban más que de las hazañas del que habían bautizado como
«el rey de los investigadores», quien, por cuenta propia, eligió el nombre de
batalla de Doctor Invisibilis.
—Qué raro —refunfuñaba el jefe—, tengo continuamente
la impresión de que alguien nos sigue.
El otro bandido decía que sí con la cabeza.
—Pero no hay nadie —añadía el jefe.
Y el otro bandido, con la cabeza, decía que no. Su
regla era no contradecir nunca al jefe.
El pastor les siguió al bosque, les siguió al monte,
hasta la caverna donde les esperaba el resto de la banda. Escuchó lo que decían
en medio de ellos, que casi le tocaban; pero si una mano o un brazo le caían
muy cerca se echaba a un lado enseguida. A una hora determinada los bandidos se
levantaron, cogieron las armas y se marcharon todos a asaltar un tren. Al
quedarse sólo, el pastor inspeccionó la caverna levantó todas las piedras, miró
bajo los jergones y por fin, en una trampilla oculta por una piel de lobo, encontró
lo que buscaba: su tesoro, el fruto de sus rapiñas, oro, joyas y dinero en gran
cantidad. Llenó la alforja y luego también la capa, extendiéndola en el suelo.
Al volver, andaba encorvado debido al enorme peso. Pero no vayais a creer que
volvía al redil, con las ovejas y el perro. ¿Para qué quería un solo rebaño,
ahora que era rico y si quería podía comprarse cien? Tomó el camino de la
ciudad, eso es. Y al tiempo que andaba canturreaba para sus adentros: «Roma
bella, llega a ti un pastorcillo más rico que un rey.»
En el bolsillo —pensaba— no puedo tenerlo: cualquier
día, al sacar el pañuelo, se me caerá y adiós muy buenas. Es mejor que nadie me
lo vea, podría robármelo un ladrón. Lo esconderé... Pero ¿dónde? Ya está, en
aquella planta, donde hay aquella hendidura...
Y así lo hizo. Luego se llevó a pastar a las ovejas,
fantaseando sobre lo que podría hacer con el anillo encantado. Todas eran unas
fantasías preciosas, pero destinadas a seguir siéndolo. Pues mientras tanto,
una urraca había encontrado el anillo, se lo llevó a su escondite, a saber
dónde. Y así es como en vez de un pastor invisible hubo un anillo invisible e
inencontrable.
El final
del autor
Desecho el primer final porque no
creo que aquellos pobres bandiduchos tuvieran todos aquellos tesoros. El
segundo les gustará a los espíritus aventureros y optimistas, el tercero a los
pesimistas. Creo que del segundo y el tercero pueden extraerse otras muchas
historias y aventuras.
El Ave Fénix
Hans Christian Andersen
|
|
|
EL PERRO QUE NO SABÍA LADRAR
RODARI
Había una vez un perro que no sabía
ladrar. No ladraba, no maullaba, no mugía, no relinchaba, no sabía decir nada.
Era un perrillo solitario, a saber cómo había caído en una región sin perros.
Por él no se habría dado cuenta de que le faltara algo. Los otros eran los que
se lo hacían notar. Le decían:
—Ladran porque son perros. Ladran a los vagabundos de paso,
a los gatos despectivos, a la luna llena. Ladran cuando están contentos, cuando
están nerviosos, cuando están enfadados. Generalmente de día, pero también de
noche.
El perro no sabía cómo contestar a estas críticas. No
sabía ladrar y no sabía qué hacer para aprender.
—Haz como yo —le dijo una vez un gallito que sentía
pena por él. Y lanzó dos o tres sonoros kikirikí.
El perro intentó hacer lo mismo, pero sólo le salió de
la boca un desmañanado « keké» que hizo salir huyendo aterrorizadas a las
gallinas
—No te preocupes —dijo el gallito—, para ser la
primera vez está muy bien. Venga, vuélvelo a intentar.
El perrito volvió a intentarlo una vez, dos, tres. Lo
intentaba todos los días. Practicaba a escondidas, desde la mañana hasta por la
noche. A veces, para hacerlo con más libertad, se iba al bosque. Una mañana,
precisamente cuando estaba en el bosque, consiguió lanzar unkikirikí tan auténtico, tan
bonito y tan fuerte, que la zorra lo oyó y se dijo: «Por fín el gallo ha venido
a mi encuentro. Correré a darle las gracias por la visita...» E inmediatamente
se echó a correr, pero no olvidó llevarse el cuchillo, el tenedor y la
servilleta porque para una zorra no hay comida más apetitosa que un buen gallo.
Es lógico que le sentara mal ver en vez de un gallo al perro que, tumbado sobre
su cola, lanzaba uno detrás de otros aquellos kikirikí.
—Desde luego. Me has hecho creer que había un gallo perdido
en el bosque y te has escondido para atraparme. Menos mal que te he visto a
tiempo. Pero esto es una caza desleal. Normalmente los perros ladran para
avisarme de que llegan los cazadores.
La zorra creía que iba a reventar de la risa. Se
revolcaba por el suelo, se apretaba la barriga, se mordía los bigotes y la
cola.
Nuestro perrito se sintió tan mortificado que se
marchó en silencio, con el hocico bajo y lágrimas en los ojos.
—Si es sólo por eso, yo te enseño. Escucha bien cómo
hago y trata de hacerlo como yo: cucú...
cucú... cucú... ¿lo has comprendido?
Ensayó aquel día, ensayó al día siguiente. Al cabo de
una semana ya le salía bastante bien. Estaba muy contento y pensaba: «Por fin,
por fin empiezo a ladrar de verdad. Ya no podrán volver a tomarme el pelo».
Justamente en aquellos días se levantó la veda.
Llegaron al bosque muchos cazadores, también de esos que disparan a todo lo que
oyen y ven. Dispararían a un ruiseñor, sí que lo harían. Pasa un cazador de
esos, oye salir de un matorral cucú...
cucú..., apunta el fusil y —¡bang!
¡bang!— dispara dos tiros.
Por suerte los perdigones no alcanzaron al perro. Sólo
le pasaron rozando las orejas, haciendo ziip ziip, como en los tebeos. El perro a todo correr. Pero
estaba muy sorprendido: «Ese cazador debe estar loco, disparar hasta a los
perros que ladran...»
—Debe habérselo llevado ese perrucho, a saber de dónde
habrá salido —refunfuñaba. Y para desahogar su rabia disparó contra un
ratoncillo que había sacado la cabeza fuera de su madriguera, pero no le dio.
El perro corría, corría...
Primer
final
—La que se me está ocurriendo en este momento.
Aprenderé la forma de hablar de todos los animales y haré que me contraten en
un circo ecuestre. Tendré un exitazo, me haré rico y me casaré con la hija del
rey. Del rey de los perros, se comprende.
Era un perro que no sabía ladrar, pero tenía un gran
don para las lenguas.
Segundo
final
—Mejor. Los perros que ladran hacen huir a los
ladrones. En cambio a ti no te oirán, se acercarán y podrás morderles, así
tendrán el castigo que se merecen.
Y así fue cómo el perro que no sabía ladrar encontró
un empleo, una cadena y una escudilla de sopa todos los días.
Tercer
final
El perro corría y corría. De repente
se detuvo. Había oído un sonido extraño. Hacía guau guau. Guau guau.
—Esto me suena —pensó el perro—, sin embargo no
consigo acordarme de cuál es la clase de animal que lo hace.
—¿Será la jirafa? No, debe ser el cocodrilo. El
cocodrilo es un animal feroz. Tendré que acercarme con cautela.
Deslizándose entre los arbustos el perrito se dirigió
hacia la dirección de la que procedía aquel guau guau que, a saber por qué, hacía que le latiera tan
fuerte el corazón bajo el pelo.
—Guau, guau —dijo en seguida nuestro perrito. Y,
conmovido y feliz, pensaba para sus adentros: «Al fin encontré el maestro
adecuado.»
Juan
el bobo
(Un cuento infantil contado de nuevo) [Cuento infantil. Texto completo.]
Hans
Christian Andersen
|
|
|
La
casa en el desierto.RODARI.
Había una vez un señor muy
rico. Más rico que el más rico de los millonarios americanos. Incluso más rico
que el Tío Gilito. Superriquísimo. Tenía depósitos enteros llenos de monedas,
desde el suelo hasta el techo, del sótano a la buhardilla. Monedas de oro, de
plata, de níquel. Monedas de quinientas, de cien, de cincuenta. Liras
italianas, francos suizos, esterlinas inglesas, dólares, rublos, zloty,
dinares. Quintales y toneladas de monedas de todas clases y de todos los
países. De monedas de papel tenía miles de baúles llenos y sellados.
En el desierto no hay piedra para hacer casas, ni
ladrillos, argamasa, madera o mármol... No hay nada, sólo arena.
—Mejor —dijo el señor Puk—, me haré la casa con mi
dinero. Usaré mis monedas en vez de la piedra, de los ladrillos, de la madera y
del mármol.
—Quiero trescientas sesenta y cinco habitaciones —dijo el
señor Puk—, una para cada día del año. La casa debe tener doce pisos, uno por
cada mes del año. Y quiero cincuenta y dos escaleras, una por cada semana del
año. Hay que hacerlo todo con las monedas ¿comprendido?
El arquitecto hizo el diseño. Fueron necesarios tres mil
quinientos autovías para transportar todo el dinero necesario en medio del
desierto.
Y se empezó. Se abrieron los cimientos y después, en vez
de echar el cemento armado, venga de monedas a carretadas, a camiones llenos.
Luego las paredes, una moneda sobre otra, una moneda junto a otra. Una moneda,
un poco de argamasa, otra moneda. El primer piso todo de monedas italianas de
plata de quinientas liras. El segundo piso, todo de dólares y de cuartos de
dólar.
Después las puertas. Estas también hechas con monedas
pegadas entre sí. Luego las ventanas. Nada de cristales: chelines austriacos y
marcos alemanes bien encolados y, por dentro, forradas con billetes de banco
turcos y suizos. El tejado, las tejas, la chimenea: todos hechos con monedas
contantes y sonantes. Los muebles, las bañeras, los grifos, las alfombras, los
peldaños de las escaleras, el enrejado del sótano, el retrete: monedas,
monedas, monedas por todas partes, únicamente monedas.
Todas las noches el señor Puk registraba a los albañiles
cuando dejaban el trabajo para asegurarse de que no se llevaban algún dinero en
el bolsillo o dentro de un zapato. Les hacía sacar la lengua porque también, si
se quería, podía esconderse una rupia, una piastra o una peseta debajo de la
lengua.
Cuando se terminó la construcción aún quedaban montañas y
montañas de monedas. El señor Puk hizo que las llevaran a los sótanos, a las
buhardillas, llenó muchas habitaciones, dejando sólo un pasaje estrecho entre
uno y otro montón, para pasear y hacer cuentas.
Y luego se fueron todos, el
arquitecto, el capataz, los obreros, los camioneros, y el señor Puk se quedó
solo en su inmensa casa en medio del desierto, en su gran palacio hecho de
dinero, dinero bajo los pies, dinero sobre la cabeza, dinero a diestra y
siniestra, delante y detrás, y adonde fuera, a cualquier parte que mirara, no
veía más que dinero, dinero, dinero, aunque se pusiera con la cabeza para abajo
no veía otra cosa. De las paredes colgaban centenares de cuadros valiosísimos:
en realidad no estaban pintados, era dinero colocado en marcos, y hasta los
marcos estaban hechos con monedas. Había centenares de estatuas, hechas con
monedas de bronce, de cobre, de hierro.
En torno al señor Puk y a su casa estaba el desierto, que
se extendía sin fin hacia los cuatro puntos cardinales. A veces llegaba el
viento, del Norte o del Sur, y hacía batir las puertas y las ventanas que
producían un sonido extraordinario, un tintineo musical, en el que el señor
Puk, que tenía un oído finísimo, lograba diferenciar el sonido de las monedas
de los diferentes países de la tierra: «Este dinn lo hacen las
coronas danesas, este denn los florines holandeses... Y, esta
es la voz del Brasil, de Zambia, de Guatemala...»
Cuando el señor Puk subía las escaleras reconocía las
monedas que pisaba sin mirarlas, por el tipo de roce que producían sobre la
suela de los zapatos (tenía unos pies muy sensibles). Y mientras subía con los
ojos cerrados murmuraba: «Rumania, India, Indonesia, Islandia, Ghana, Japón,
Sudáfrica...»
Naturalmente dormía en una cama hecha con dinero:
marengos de oro para la cabecera y para las sábanas, billetes de cien mil liras
cosidos con hilo doble. Como era una persona extraordinariamente limpia,
cambiaba de sábanas todos los días. Las sábanas usadas las volvía a guardar en
la caja de caudales.
Para dormirse leía los libros de su biblioteca. Los
volúmenes se componían de billetes de banco de los cinco continentes,
cuidadosamente encuadernados. El señor Puk no se cansaba nunca de hojear esos
volúmenes, pues era una persona muy instruida.
Una noche, precisamente cuando hojeaba un volumen del
Banco del Estado australiano...
Primer
final
Una noche el señor Puk oye
que golpean una puerta del palacio y no se equivoca, dice: «Es la puerta hecha
con esos antiguos táleros de María Teresa.»
Los bandidos entran y no se toman ni siquiera la molestia
de mirar a las paredes, las puertas, las ventanas, los muebles. Buscan la caja
fuerte: está llena de sabanas y desde luego ellos no están allí para comprobar
si son de hilo o de papel afiligranado. En toda la casa, desde el primer al
duodécimo piso, no hay ni una bolsa ni un bolsillo. Hay extraños montones de
algo, en ciertas habitaciones, en los sótanos, en las buhardillas, pero está
oscuro, no se ve de qué se trata. Además, los ladrones son gente concreta:
ellos quieren la cartera del señor Puk, y el señor Puk no tiene cartera.
Los bandidos primero se enfadan y luego se echan a
llorar: han atravesado todo el desierto para efectuar ese robo y ahora tienen
que volverlo a atravesar con las manos vacías. El señor Puk, para consolarles,
les ofrece limonada fresca. Luego los bandidos desaparecen en la noche,
derramando lágrimas en la arena. De cada lágrima nace una flor. A la mañana
siguiente el señor Puk puede contemplar un bellísimo paisaje florido.
Segundo
final
Una noche el señor Puk oye
golpear a una puerta y no se equivoca: «Es la que está hecha con esos antiguos
táleros del Negus de Etiopía.»
El señor Puk les da con la puerta en las narices. Pero
ellos continúan llamando. Al fin el señor Puk se apiada de ellos y les dice:
—Coged esta Puerta.
Los niños la cogen. Pesa, pero es toda de oro: se la
llevan a casa, podrán comprarse café con leche y pastas.
En otra ocasión llegan otros dos niños pobres y el señor
Puk les regala otra puerta. Entonces se corre la voz de que el señor Puk se ha
vuelto generoso y llegan pobres de todas partes del desierto y de las tierras
habitadas y nadie se vuelve con las manos vacías: el señor Puk regala a uno una
ventana, a otro una silla (hecha de moneditas de cincuenta céntimos), etcétera.
Al cabo de un año ya ha regalado el techo y el último piso.
Y, año tras año, les ayuda a destruir su palacio. Después
se va a vivir en una tienda, como un beduino o un campista, y se siente tan,
pero tan ligero.
Tercer
final
Una noche el señor Puk,
hojeando un volumen de billetes de banco, encuentra uno falso. ¿Cómo habrá
llegado allí? Y... ¿y no habrá más? El señor Puk hojea rabiosamente todos los
volúmenes de su biblioteca y encuentra una docena de billetes falsos.
Como ya se ha dicho, es una persona muy sensible. No le
deja dormir la idea de que en un rincón cualquiera del palacio, en una teja, en
un taburete, pegada a una puerta o a un muro, haya una moneda falsa.
Y así empieza a deshacer toda la casa, en busca de las
monedas falsas. Empieza por el tejado y va hacia abajo, un piso tras otro, y
cuando encuentra una moneda falsa se pone a gritar: —La reconozco, me la dio
aquel bribón, el Tal de Cual...
Conoce sus monedas una a una. Hay poquísimas falsas
porque siempre se ha fijado mucho en el dinero, pero cualquiera puede tener un
momento de distracción.
Así que ha desmontado toda la casa, pedazo a pedazo. Allí
está, en medio, del desierto, sentado encima de un montón de ruinas de plata,
oro y papel del Banco de Italia. Ya no tiene ganas de reconstruir la casa desde
el principio. Tampoco le apetece abandonar el montón. Se queda allí arriba,
furioso. Y de estar siempre encima de su montón de monedas se va haciendo cada
vez más pequeño. También él se convierte en una moneda. Se convierte en una
moneda falsa. De forma que cuando la gente viene a apoderarse de todo aquel
dinero, a él le tiran en medio del desierto.
El
final del autor
El primer final hace reír,
pero es absurdo. El segundo estaría bien, pero es increíble: ese señor Puk no
era un tipo como para conmoverse por las desgracias de los demás. Prefiero el
tercer final, aunque es un poco melancólico.
La gota de agua
Hans
Christian Andersen
|
|
|
La hucha
Hans
Christian Andersen
El cuarto de los niños estaba lleno de juguetes. En lo
más alto del armario estaba la hucha; era de arcilla y tenía figura de cerdo,
con una rendija en la espalda, naturalmente, rendija que habían agrandado con
un cuchillo para que pudiesen introducirse escudos de plata; y contenía ya dos
de ellos, amén de muchos chelines. El cerdito-hucha estaba tan lleno, que al
agitarlo ya no sonaba, lo cual es lo máximo que a una hucha puede pedirse. Allí
se estaba, en lo alto del armario, elevado y digno, mirando altanero todo lo
que quedaba por debajo de él; bien sabía que con lo que llevaba en la barriga
habría podido comprar todo el resto, y a eso se le llama estar seguro de sí
mismo.
Lo mismo pensaban los restantes objetos, aunque se lo
callaban; pues no faltaban temas de conversación. El cajón de la cómoda, medio
abierto, permitía ver una gran muñeca, más bien vieja y con el cuello
remachado. Mirando al exterior, dijo:
-Ahora jugaremos a personas, que siempre es divertido.
-¡El alboroto que se armó! Hasta los cuadros se
volvieron de cara a la pared -pues bien sabían que tenían un reverso-, pero no
es que tuvieran nada que objetar.
Era medianoche, la luz de la luna entraba por la
ventana, iluminando gratis la habitación. Era el momento de empezar el juego;
todos fueron invitados, incluso el cochecito de los niños, a pesar de que
contaba entre los juguetes más bastos.
-Cada uno tiene su mérito propio -dijo el cochecito-.
No todos podemos ser nobles. Alguien tiene que hacer el trabajo, como suele
decirse.
El cerdo-hucha fue el único que recibió una invitación
escrita; estaba demasiado alto para suponer que oiría la invitación oral. No
contestó si pensaba o no acudir, y de hecho no acudió. Si tenía que tomar parte
en la fiesta, lo haría desde su propio lugar. Que los demás obraran en
consecuencia; y así lo hicieron.
El pequeño teatro de títeres fue colocado de forma que
el cerdo lo viera de frente; empezarían con una representación teatral, luego
habría un té y debate general; pero comenzaron con el debate; el
caballo-columpio habló de ejercicios y de pura sangre, el cochecito lo hizo de
trenes y vapores, cosas todas que estaban dentro de sus respectivas
especialidades, y de las que podían disertar con conocimiento de causa. El
reloj de pared habló de los tiquismiquis de la política. Sabía la hora que
había dado la campana, aun cuando alguien afirmaba que nunca andaba bien. El
bastón de bambú se hallaba también presente, orgulloso de su virola de latón y
de su pomo de plata, pues iba acorazado por los dos extremos. Sobre el sofá
yacían dos almohadones bordados, muy monos y con muchos pajarillos en la
cabeza. La comedia podía empezar, pues.
Se sentaron todos los espectadores, y se les dijo que
podían chasquear, crujir y repiquetear, según les viniera en gana, para mostrar
su regocijo. Pero el látigo dijo que él no chasqueaba por los viejos, sino
únicamente por los jóvenes y sin compromiso.
-Pues yo lo hago por todos -replicó el petardo.
-Bueno, en un sitio u otro hay que estar -opinó la
escupidera.
Tales eran, pues, los pensamientos de cada cual,
mientras presenciaba la función. No es que ésta valiera gran cosa, pero los
actores actuaban bien, todos volvían el lado pintado hacia los espectadores,
pues estaban construidos para mirarlos sólo por aquel lado, y no por el
opuesto. Trabajaron estupendamente, siempre en primer plano de la escena; tal
vez el hilo resultaba demasiado largo, pero así se veían mejor. La muñeca
remachada se emocionó tanto, que se le soltó el remache, y en cuanto al
cerdo-hucha, se impresionó también a su manera, por lo que pensó hacer algo en
favor de uno de los artistas; decidió acordarse de él en su testamento y
disponer que, cuando llegase su hora, fuese enterrado con él en el panteón de
la familia.
Se divertían tanto con la comedia, que se renunció al
té, contentándose con el debate. Esto es lo que ellos llamaban jugar a «hombres
y mujeres», y no había en ello ninguna malicia, pues era sólo un juego. Cada
cual pensaba en sí mismo y en lo que debía pensar el cerdo; éste fue el que
estuvo cavilando por más tiempo, pues reflexionaba sobre su testamento y su
entierro, que, por muy lejano que estuviesen, siempre llegarían demasiado
pronto. Y, de repente, ¡cataplum!, se cayó del armario y se hizo mil pedazos en
el suelo, mientras los chelines saltaban y bailaban, las piezas menores
gruñían, las grandes rodaban por el piso, y un escudo de plata se empeñaba en
salir a correr mundo. Y salió, lo mismo que los demás, en tanto que los cascos
de la hucha iban a parar a la basura; pero ya al día siguiente había en el
armario una nueva hucha, también en figura de cerdo. No tenía aún ni un chelín
en la barriga, por lo que no podía matraquear, en lo cual se parecía a su
antecesora; todo es comenzar, y con este comienzo pondremos punto final al
cuento.
La Musa del nuevo siglo
Hans Christian Anderson
|
|
|
La Reina
de las Nieves
(Historia en siete episodios) [Cuento infantil. Texto completo.]
Hans Christian Andersen
|
|
|
LA SIRENITA
En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el
cual habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante
barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas
preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas.
La Sirenita, la más joven, además de ser la más bella
poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces
acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus
perlas, y las medusas al oírla dejaban de flotar.
La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada
vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras
penas se filtraba a través de las aguas profundas.
-¡Oh! ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para
ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de
los hombres y oler el perfume de las flores!
-Todavía eres demasiado joven -respondió la abuela-.
Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para subir a
la superficie, como a tus hermanas.
La Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el
cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba
durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de
la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para
conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín adornado con
flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le
acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas,
no respondían a su llamada.
Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante
toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre
la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su
hombro una hermosísima flor.
-¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el
cielo! ¡Pero recuerda que el mundo de arriba no es el nuestro, sólo podemos
admirarlo! Somos hijos del mar y no tenemos alma como los hombres. Sé prudente
y no te acerques a ellos. ¡Sólo te traerían desgracias!
Apenas su padre terminó de hablar, La Sirenita le di
un beso y se dirigió hacia la superficie, deslizándose ligera. Se sentía tan
veloz que ni siquiera los peces conseguían alcanzarla. De repente emergió del
agua. ¡Qué fascinante! Veía por primera vez el cielo azul y las primeras
estrellas centelleantes al anochecer. El sol, que ya se había puesto en el
horizonte, había dejado sobre las olas un reflejo dorado que se diluía
lentamente. Las gaviotas revoloteaban por encima de La Sirenita y dejaban oír
sus alegres graznidos de bienvenida.
-¡Qué hermoso es todo! -exclamó feliz, dando palmadas.
Pero su asombro y admiración aumentaron todavía: una
nave se acercaba despacio al escollo donde estaba La Sirenita. Los marinos
echaron el ancla, y la nave, así amarrada, se balanceó sobre la superficie del
mar en calma. La Sirenita escuchaba sus voces y comentarios. “¡Cómo me gustaría
hablar con ellos!", pensó. Pero al decirlo, miró su larga cola cimbreante,
que tenía en lugar de piernas, y se sintió acongojada: “¡Jamás seré como
ellos!”
A bordo parecía que todos estuviesen poseídos por una
extraña animación y, al cabo de poco, la noche se llenó de vítores: “¡Viva
nuestro capitán! ¡Vivan sus veinte años!” La pequeña sirena, atónita y
extasiada, había descubierto mientras tanto al joven al que iba dirigido todo
aquel alborozo. Alto, moreno, de porte real, sonreía feliz. La Sirenita no
podía dejar de mirarlo y una extraña sensación de alegría y sufrimiento al
mismo tiempo, que nunca había sentido con anterioridad, le oprimió el corazón.
La fiesta seguía a bordo, pero el mar se encrespaba
cada vez más. La Sirenita se dio cuenta en seguida del peligro que corrían
aquellos hombres: un viento helado y repentino agitó las olas, el cielo
entintado de negro se desgarró con relámpagos amenazantes y una terrible
borrasca sorprendió a la nave desprevenida.
-¡Cuidado! ¡El mar...! -en vano la Sirenita gritó y
gritó.
Pero sus gritos, silenciados por el rumor del viento,
no fueron oídos, y las olas, cada vez más altas, sacudieron con fuerza la nave.
Después, bajo los gritos desesperados de los marineros, la arboladura y las
velas se abatieron sobre cubierta, y con un siniestro fragor el barco se
hundió. La Sirenita, que momentos antes había visto cómo el joven capitán caía
al mar, se puso a nadar para socorrerlo. Lo buscó inútilmente durante mucho
rato entre las olas gigantescas. Había casi renunciado, cuando de improviso,
milagrosamente, lo vio sobre la cresta blanca de una ola cercana y, de golpe,
lo tuvo en sus brazos.
El joven estaba inconsciente, mientras la Sirenita,
nadando con todas sus fuerzas, lo sostenía para rescatarlo de una muerte
segura. Lo sostuvo hasta que la tempestad amainó. Al alba, que despuntaba sobre
un mar todavía lívido, la Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y
poder depositar el cuerpo del joven sobre la arena de la playa. Al no poder
andar, permaneció mucho tiempo a su lado con la cola lamiendo el agua, frotando
las manos del joven y dándole calor con su cuerpo.
Hasta que un murmullo de voces que se aproximaban la
obligaron a buscar refugio en el mar.
-¡Corran! ¡Corran! -gritaba una dama de forma
atolondrada- ¡Hay un hombre en la playa! ¡Está vivo! ¡Pobrecito...! ¡Ha sido la
tormenta...! ¡Llevémoslo al castillo! ¡No! ¡No! Es mejor pedir ayuda...
La primera cosa que vio el joven al recobrar el
conocimiento, fue el hermoso semblante de la más joven de las tres damas.
-¡Gracias por haberme salvado! -le susurró a la bella
desconocida.
La Sirenita, desde el agua, vio que el hombre al que
había salvado se dirigía hacia el castillo, ignorante de que fuese ella, y no
la otra, quien lo había salvado.
Pausadamente nadó hacia el mar abierto; sabía que, en
aquella playa, detrás suyo, había dejado algo de lo que nunca hubiera querido
separarse. ¡Oh! ¡Qué maravillosas habían sido las horas transcurridas durante
la tormenta teniendo al joven entre sus brazos!
Cuando llegó a la mansión paterna, la Sirenita empezó
su relato, pero de pronto sintió un nudo en la garganta y, echándose a llorar,
se refugió en su habitación. Días y más días permaneció encerrada sin querer
ver a nadie, rehusando incluso hasta los alimentos. Sabía que su amor por el
joven capitán era un amor sin esperanza, porque ella, la Sirenita, nunca podría
casarse con un hombre.
Sólo la Hechicera de los Abismos podía socorrerla.
Pero, ¿a qué precio? A pesar de todo decidió consultarla.
-¡...por consiguiente, quieres deshacerte de tu cola
de pez! Y supongo que querrás dos piernas. ¡De acuerdo! Pero deberás sufrir
atrozmente y, cada vez que pongas los pies en el suelo sentirás un terrible
dolor.
-¡No me importa -respondió la Sirenita con lágrimas en
los ojos- a condición de que pueda volver con él!
¡No he terminado todavía! -dijo la vieja-. ¡Deberás
darme tu hermosa voz y te quedarás muda para siempre! Pero recuerda: si el
hombre que amas se casa con otra, tu cuerpo desaparecerá en el agua como la
espuma de una ola.
-¡Acepto! -dijo por último la Sirenita y, sin dudar un
instante, le pidió el frasco que contenía la poción prodigiosa. Se dirigió a la
playa y, en las proximidades de su mansión, emergió a la superficie; se
arrastró a duras penas por la orilla y se bebió la pócima de la hechicera.
Inmediatamente, un fuerte dolor le hizo perder el
conocimiento y cuando volvió en sí, vio a su lado, como entre brumas, aquel
semblante tan querido sonriéndole. El príncipe allí la encontró y, recordando
que también él fue un náufrago, cubrió tiernamente con su capa aquel cuerpo que
el mar había traído.
-No temas -le dijo de repente-. Estás a salvo. ¿De
dónde vienes?
Pero la Sirenita, a la que la bruja dejó muda, no pudo
responderle.
-Te llevaré al castillo y te curaré.
Durante los días siguientes, para la Sirenita empezó
una nueva vida: llevaba maravillosos vestidos y acompañaba al príncipe en sus
paseos. Una noche fue invitada al baile que daba la corte, pero tal y como
había predicho la bruja, cada paso, cada movimiento de las piernas le producía
atroces dolores como premio de poder vivir junto a su amado. Aunque no pudiese
responder con palabras a las atenciones del príncipe, éste le tenía afecto y la
colmaba de gentilezas. Sin embargo, el joven tenía en su corazón a la
desconocida dama que había visto cuando fue rescatado después del naufragio.
Desde entonces no la había visto más porque, después
de ser salvado, la desconocida dama tuvo que partir de inmediato a su país.
Cuando estaba con la Sirenita, el príncipe le profesaba a ésta un sincero
afecto, pero no desaparecía la otra de su pensamiento. Y la pequeña sirena, que
se daba cuenta de que no era ella la predilecta del joven, sufría aún más. Por
las noches, la Sirenita dejaba a escondidas el castillo para ir a llorar junto
a la playa.
Pero el destino le reservaba otra sorpresa. Un día,
desde lo alto del torreón del castillo, fue avistada una gran nave que se
acercaba al puerto, y el príncipe decidió ir a recibirla acompañado de la
Sirenita.
La desconocida que el príncipe llevaba en el corazón
bajó del barco y, al verla, el joven corrió feliz a su encuentro. La Sirenita,
petrificada, sintió un agudo dolor en el corazón. En aquel momento supo que
perdería a su príncipe para siempre. La desconocida dama fue pedida en
matrimonio por el príncipe enamorado, y la dama lo aceptó con agrado, puesto
que ella también estaba enamorada. Al cabo de unos días de celebrarse la boda,
los esposos fueron invitados a hacer un viaje por mar en la gran nave que
estaba amarrada todavía en el puerto. La Sirenita también subió a bordo con
ellos, y el viaje dio comienzo.
Al caer la noche, la Sirenita, angustiada por haber
perdido para siempre a su amado, subió a cubierta. Recordando la profecía de la
hechicera, estaba dispuesta a sacrificar su vida y a desaparecer en el mar.
Procedente del mar, escuchó la llamada de sus hermanas:
-¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras, tus hermanas!
¡Mira! ¿Ves este puñal? Es un puñal mágico que hemos obtenido de la bruja a
cambio de nuestros cabellos. ¡Tómalo y, antes de que amanezca, mata al
príncipe! Si lo haces, podrás volver a ser una sirenita como antes y olvidarás
todas tus penas.
Como en un sueño, la Sirenita, sujetando el puñal, se
dirigió hacia el camarote de los esposos. Mas cuando vio el semblante del
príncipe durmiendo, le dio un beso furtivo y subió de nuevo a cubierta. Cuando
ya amanecía, arrojó el arma al mar, dirigió una última mirada al mundo que
dejaba y se lanzó entre las olas, dispuesta a desaparecer y volverse espuma.
Cuando el sol despuntaba en el horizonte, lanzó un
rayo amarillento sobre el mar y, la Sirenita, desde las aguas heladas, se
volvió para ver la luz por última vez. Pero de improviso, como por encanto, una
fuerza misteriosa la arrancó del agua y la transportó hacia lo más alto del
cielo. Las nubes se teñían de rosa y el mar rugía con la primera brisa de la
mañana, cuando la pequeña sirena oyó cuchichear en medio de un sonido de
campanillas:
-¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Ven con nosotras!
-¿Quiénes son? -murmuró la muchacha, dándose cuenta de
que había recobrado la voz-. ¿Dónde están?
-Estás con nosotras en el cielo. Somos las hadas del
viento. No tenemos alma como los hombres, pero es nuestro deber ayudar a
quienes hayan demostrado buena voluntad hacia ellos.
La Sirenita, conmovida, miró hacia abajo, hacia el mar
en el que navegaba el barco del príncipe, y notó que los ojos se le llenaban de
lágrimas, mientras las hadas le susurraban:
-¡Fíjate! Las flores de la tierra esperan que nuestras
lágrimas se transformen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras! Volemos hacia
los países cálidos, donde el aire mata a los hombres, para llevar ahí un viento
fresco. Por donde pasemos llevaremos socorros y consuelos, y cuando hayamos
hecho el bien durante trescientos años, recibiremos un alma inmortal y podremos
participar de la eterna felicidad de los hombres -le decían.
-¡Tú has hecho con tu corazón los mismos esfuerzos que
nosotras, has sufrido y salido victoriosa de tus pruebas y te has elevado hasta
el mundo de los espíritus del aire, donde no depende más que de ti conquistar
un alma inmortal por tus buenas acciones! -le dijeron.
Y la Sirenita, levantando los brazos al cielo, lloró
por primera vez.
Oyéronse de nuevo en el buque los cantos de alegría:
vio al Príncipe y a su linda esposa mirar con melancolía la espuma juguetona de
las olas. La Sirenita, en estado invisible, abrazó a la esposa del Príncipe,
envió una sonrisa al esposo, y en seguida subió con las demás hijas del viento
envuelta en una nube color de rosa que se elevó hasta el cielo.
FIN
LAS CIGÜEÑAS
Sobre el tejado de la casa
más apartada de una aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña madre estaba
posada en él, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con sus
piquitos negros, pues no se habían teñido aún de rojo. A poca distancia, sobre
el vértice del tejado, permanecía el padre, erguido y tieso; tenía una pata
recogida, para que no pudieran decir que el montar la guardia no resultaba
fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal era su inmovilidad. «Da un gran
tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido -pensaba-. Nadie puede
saber que soy su marido. Seguramente pensará todo el mundo que me han puesto
aquí de vigilante. Eso da mucha distinción». Y siguió de pie sobre una pata.
Abajo, en la calle, jugaba
un grupo de chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la presencia de las
cigüeñas, el más atrevido rompió a cantar, acompañado luego por toda la tropa:
Cigüeña, cigüeña, vuélvete a
tu tierra
Más allá del valle y de la
alta sierra.
Tu mujer se está quieta en
el nido,
Y todos sus polluelos se han
dormido.
El primero morirá colgado,
El segundo chamuscado;
Al tercero lo derribará el
cazador
Y el cuarto irá a parar al
asador.
-¡Escucha lo que cantan los
niños! -exclamaron los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.
-No se preocupen -los
tranquilizó la madre-. No les hagan caso, déjenlos que canten.
Y los rapaces siguieron
cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas burlándose;
sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien
burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el juego. Entretanto,
la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños:
-No se apuren -les decía-,
miren qué tranquilo está su padre, sosteniéndose sobre una pata.
-¡Oh, qué miedo tenemos!
-exclamaron los pequeños escondiendo la cabecita en el nido.
Al día siguiente los
chiquillos acudieron nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se pusieron a
cantar otra vez.
El primero morirá
colgado,
el segundo chamuscado.
el segundo chamuscado.
-¿De veras van a colgarnos y
chamuscamos? -preguntaron los polluelos.
-¡No, claro que no! -dijo la
madre-. Aprenderán a volar, pues yo les enseñaré; luego nos iremos al prado, a
visitar a las ranas. Verán cómo se inclinan ante nosotras en el agua cantando:
«¡coax, coax!»; y nos las zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo!
-¿Y después? -preguntaron
los pequeños.
-Después nos reuniremos
todas las cigüeñas de estos contornos y comenzarán los ejercicios de otoño. Hay
que saber volar muy bien para entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el
que no sepa hacerlo como Dios manda, será muerto a picotazos por el general.
Así que es cuestión de aplicaros, en cuanto la instrucción empiece.
-Pero después nos van a
ensartar, como decían los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo.
-¡Es a mí a quien deben
atender y no a ellos! –Les regañó la madre cigüeña-. Cuando se hayan terminado
los grandes ejercicios de otoño, emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas,
lejos, muy lejos de aquí, cruzando valles y bosques. Iremos a Egipto, donde hay
casas triangulares de piedra terminadas en punta, que se alzan hasta las nubes;
se llaman pirámides, y son mucho más viejas de lo que una cigüeña puede
imaginar. También hay un río, que se sale del cauce y convierte todo el país en
un cenagal. Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos de ranas.
-¡Ajá! -exclamaron los
polluelos.
-¡Sí, es magnífico! En todo
el día no hace uno sino comer; y mientras nos damos allí tan buena vida, en
estas tierras no hay una sola hoja en los árboles, y hace tanto frío que hasta
las nubes se hielan, se resquebrajan y caen al suelo en pedacitos blancos. Se
refería a la nieve, pero no sabía explicarse mejor.
-¿Y también esos chiquillos
malos se hielan y rompen a pedazos? -preguntaron los polluelos.
-No, no llegan a romperse,
pero poco les falta, y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro; ustedes,
en cambio, volarán por aquellas tierras, donde crecen las flores y el sol lo
inunda todo.
Transcurrió algún tiempo.
Los polluelos habían crecido lo suficiente para poder incorporarse en el nido y
dominar con la mirada un buen espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas
las mañanas provistas de sabrosas ranas, culebrillas y otras golosinas que
encontraba. ¡Eran de ver las exhibiciones con que los obsequiaba! Inclinaba la
cabeza hacia atrás, hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si fuese una
carraca y luego les contaba historias, todas acerca del cenagal.
-Bueno, ha llegado el
momento de aprender a volar -dijo un buen día la madre, y los cuatro pollitos hubieron
de salir al remate del tejado. ¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en
mantener el equilibrio con las alas, y cuán a punto estaban de caerse.
-¡Fíjense en mí! -dijo la
madre-. Deben poner la cabeza así, y los pies así: ¡Un, dos, Un, dos! Así es
como tendrán que comportaros en el mundo.
Y se lanzó a un breve vuelo,
mientras los pequeños pegaban un saltito, con bastante torpeza, y ¡bum!, se
cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.
-¡No quiero volar! -protestó
uno de los pequeños, encaramándose de nuevo al nido-. ¡Me es igual no ir a las
tierras cálidas!
-¿Prefieres helarte aquí
cuando llegue el invierno? ¿Estás conforme con que te cojan esos muchachotes y
te cuelguen, te chamusquen y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.
-¡Oh, no! -suplicó el polluelo,
saltando otra vez al tejado, con los demás.
Al tercer día ya volaban un
poquitín, con mucha destreza, y, creyéndose capaces de cernerse en el aire y
mantenerse en él con las alas inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí,
sí...! ¡Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de darse prisa a poner de
nuevo las alas en movimiento. Y he aquí que otra vez se presentaron los
chiquillos en la calle, y otra vez entonaron su canción:
¡Cigüeña, cigüeña, vuélvete
a tu tierra!
-¡Bajemos de una volada y
saquémosles los ojos! -exclamaron los pollos- ¡No, déjenlos! -replicó la
madre-. Fíjense en mí, esto es lo importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia
la derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la izquierda, en torno a la chimenea.
Muy bien, ya vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan limpio y
preciso, que mañana los permitiré acompañarme al pantano. Allí conocerán varias
familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy simpáticas; me gustaría que mis
pequeños fuesen los más lindos de toda la concurrencia; quisiera poder sentirme
orgullosa de ustedes. Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.
-¿Y no nos vengaremos de
esos rapaces endemoniados? -preguntaron los hijos.
-Déjenlos gritar cuanto
quieran. Ustedes se remontarán hasta las nubes y estarán en el país de las
pirámides, mientras ellos pasan frío y no tienen ni una hoja verde, ni una
manzana.
-Sí, nos vengaremos -se
cuchichearon unos a otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.
De todos los muchachuelos de
la calle, el más empeñado en cantar la canción de burla, y el que había
empezado con ella, era precisamente un rapaz muy pequeño, que no contaría más
allá de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que tenía lo menos cien, pues
era mucho más corpulento que su madre y su padre. ¡Qué sabían ellas de la edad
de los niños y de las personas mayores! Este fue el niño que ellas eligieron
como objeto de su venganza, por ser el iniciador de la ofensiva burla y llevar
siempre la voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban realmente indignadas, y
cuanto más crecían, menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su madre
hubo de prometerles que las dejaría vengarse, pero a condición de que fuese el
último día de su permanencia en el país.
-Antes hemos de ver qué tal
se portan en las grandes maniobras; si lo hacen mal y el general les traspasa
el pecho de un picotazo, entonces los chiquillos habrán tenido razón, en parte
al menos. Hemos de verlo, pues.
- ¡Si, ya verás! -dijeron
las crías, redoblando su aplicación. Se ejercitaban todos los días, y volaban
con tal ligereza y primor, que daba gusto.
Y llegó el otoño. Todas las
cigüeñas empezaron a reunirse para emprender juntas el vuelo a las tierras
cálidas, mientras en la nuestra reina el invierno. ¡Qué de impresionantes
maniobras! Había que volar por encima de bosques y pueblos, para comprobar la
capacidad de vuelo, pues era muy largo el viaje que les esperaba. Los pequeños
se portaron tan bien, que obtuvieron un «sobresaliente con rana y culebra». Era
la nota mejor, y la rana y la culebra podían comérselas; fue un buen bocado.
-¡Ahora, la venganza!
-dijeron.
-¡Sí, desde luego! -asintió
la madre cigüeña-. Ya he estado yo pensando en la más apropiada. Sé dónde se
halla el estanque en que yacen todos los niños chiquitines, hasta que las
cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeñuelos
duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca más volverán a soñarlas.
Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un
hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno
para cada uno de los chiquillos que no cantaron la canción y se portaron bien
con las cigüeñas.
-Pero, ¿y el que empezó con
la canción, aquel mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-, qué hacemos
con él?
-En el estanque yace un
niñito muerto, que murió mientras soñaba. Pues lo llevaremos para él. Tendrá
que llorar porque le habremos traído un hermanito muerto; en cambio, a aquel
otro muchachito bueno -no lo habrán olvidado, el que dijo que era pecado
burlarse de los animales-, a aquél le llevaremos un hermanito y una hermanita,
y como el muchacho se llamaba Pedro, todos ustedes se llamarán también Pedro.
Y fue tal como dijo, y todas
las crías de las cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen llamándose así.
A JUGAR CON EL BASTÓN Rodari
Un
día el pequeño Claudio jugaba en el zaguán, y por la calle pasó un
hermoso anciano con los lentes de oro, que caminaba encorvado,
apoyándose en un bastón, y precisamente delante del portón se le cayó el
bastón.
Claudio fue presuroso a recogérselo y se lo dio al viejo, que le sonrió y dijo:
— Gracias, pero no me sirve. Puedo caminar muy bien sin él. Si te gusta, tenlo.
Y sin esperar respuesta se alejó, y parecía menos encorvado que antes.
Claudio permaneció allí con el bastón entre las manos y no sabía qué hacer.
Era un bastón común de madera, con el mango curvo y la punta de hierro, y no se notaba nada más especial. Claudio golpeó dos o tres veces la punta en el suelo, después, casi sin pensarlo montó a horcajadas el bastón y he aquí que no era más un bastón, sino un caballo, un maravilloso potro negro con una estrella blanca en la frente, que se lanzó al galope alrededor del patio, relinchando y haciendo salir centellas de los guijarros.
Cuando Claudio, un poco maravillado y un poco asustado, logró poner el pie en el suelo, el bastón era nuevamente un bastón, y no tenía cascos sino una sencilla punta oxidada, ni crines de caballo, sino el mismo mango encorvado.
— Quiero probar de nuevo –dijo Claudio, cuando logró recobrar el aliento.
Montó de nuevo el bastón, y esta vez no fue un caballo, sino un solemne camello con dos jorobas –y el patio era un inmenso desierto para atravesar, pero Claudio no tenía miedo y observaba desde lejos, para ver aparecer el oasis.
“Ciertamente es un bastón encantado”, se dijo Claudio, montándolo por tercera vez.
Ahora era un automóvil de carreras, todo rojo con el número escrito en blanco sobre el capó, y el patio una pista ruidosa, y Claudio llegaba siempre el primero a la meta.
Después, el bastón fue una motonave y el patio un lago con aguas tranquilas y verdes, y después una nave espacial que surcaba los espacios, dejando tras de sí una estela de estrellas.
Cada vez que Claudio ponía el pie en tierra el bastón tomaba su aspecto pacífico, el mango lúcido, el viejo herrete. La tarde pasó rápida entre aquellos juegos.
Hacia la noche Claudio se asomó hacia la carretera, y he aquí que ve al viejo con los lentes de oro.
Claudio lo observó con curiosidad, pero no pudo ver en él nada de especial: era un viejo señor cualquiera, un poco cansado por el paseo.
— ¿Te gusta el bastón?, preguntó sonriendo a Claudio. Claudio creyó que se lo pedía, y se lo alargó, enrojecido. Pero el viejo hizo señal de que no.
— Tenlo, tenlo, dijo. ¿Qué hago yo con un bastón? Tú puedes volar, yo sólo podré apoyarme. Me apoyaré en el muro y será lo mismo.
Y se fue sonriendo, porque no hay persona más feliz que el viejo que puede regalar alguna cosa a un niño.
— Gracias, pero no me sirve. Puedo caminar muy bien sin él. Si te gusta, tenlo.
Y sin esperar respuesta se alejó, y parecía menos encorvado que antes.
Claudio permaneció allí con el bastón entre las manos y no sabía qué hacer.
Era un bastón común de madera, con el mango curvo y la punta de hierro, y no se notaba nada más especial. Claudio golpeó dos o tres veces la punta en el suelo, después, casi sin pensarlo montó a horcajadas el bastón y he aquí que no era más un bastón, sino un caballo, un maravilloso potro negro con una estrella blanca en la frente, que se lanzó al galope alrededor del patio, relinchando y haciendo salir centellas de los guijarros.
Cuando Claudio, un poco maravillado y un poco asustado, logró poner el pie en el suelo, el bastón era nuevamente un bastón, y no tenía cascos sino una sencilla punta oxidada, ni crines de caballo, sino el mismo mango encorvado.
— Quiero probar de nuevo –dijo Claudio, cuando logró recobrar el aliento.
Montó de nuevo el bastón, y esta vez no fue un caballo, sino un solemne camello con dos jorobas –y el patio era un inmenso desierto para atravesar, pero Claudio no tenía miedo y observaba desde lejos, para ver aparecer el oasis.
“Ciertamente es un bastón encantado”, se dijo Claudio, montándolo por tercera vez.
Ahora era un automóvil de carreras, todo rojo con el número escrito en blanco sobre el capó, y el patio una pista ruidosa, y Claudio llegaba siempre el primero a la meta.
Después, el bastón fue una motonave y el patio un lago con aguas tranquilas y verdes, y después una nave espacial que surcaba los espacios, dejando tras de sí una estela de estrellas.
Cada vez que Claudio ponía el pie en tierra el bastón tomaba su aspecto pacífico, el mango lúcido, el viejo herrete. La tarde pasó rápida entre aquellos juegos.
Hacia la noche Claudio se asomó hacia la carretera, y he aquí que ve al viejo con los lentes de oro.
Claudio lo observó con curiosidad, pero no pudo ver en él nada de especial: era un viejo señor cualquiera, un poco cansado por el paseo.
— ¿Te gusta el bastón?, preguntó sonriendo a Claudio. Claudio creyó que se lo pedía, y se lo alargó, enrojecido. Pero el viejo hizo señal de que no.
— Tenlo, tenlo, dijo. ¿Qué hago yo con un bastón? Tú puedes volar, yo sólo podré apoyarme. Me apoyaré en el muro y será lo mismo.
Y se fue sonriendo, porque no hay persona más feliz que el viejo que puede regalar alguna cosa a un niño.
VIDEO CUENTOS
Celtas Cortos es un grupo español de música rock con influencias celtas.
Es uno de los grupos nacionales más exitosos de todos los tiempos, como
lo demuestra el hecho de que durante su carrera han llegado a vender
más de 2.000.000 de copias de sus distintos trabajos.
Fuebtes.http://es.wikipedia.org/wiki/Celtas_Cortos
Hola, soy Luis Toribio.e estado 40 minutos en el blog leyendo las biografías de algunos cuentos.El mío no aparecía. Yo le envié. Lo he visto sólo y me ha gustado bastante el artículo
ResponderEliminarHe lleva hache. Me la he comido sin querer. Lo siento. Luis Toribio.
ResponderEliminarHola. He estado 1 hora aproximadamente y he visto todos los vídeos, he leído las redacciones... Bueno he visto todo. Lo he visto sola y me ha gustado mucho. Soy Henar.
ResponderEliminarHola. He estado 1 hora aproximadamente y he visto todos los vídeos, he leído las redacciones... Bueno he visto todo. Lo he visto sola y me ha gustado mucho. Soy Henar.
ResponderEliminarHe estado mirando el blog dando a entradas antiguas y en una me ha aparecido el artículo de Hans Christian Andersen entonces me he parado. Me ha gustado mucho. He estado 30 minutos. Lo he visto sola.
ResponderEliminar