martes, 24 de marzo de 2015

PAPIROFLEXIA,ORIGAMI

La papiroflexia es un arte de origen japonés que se conoce con el nombre de Origami. Tiene múltiples cualidades educativas para desarrollar aspectos esenciales de  la mente humana. Las personas que practican el arte de la papiroflexia ejercitarán su concentración y atención. Ponen a prueba su destreza manual y mental, lo que conlleva a un fortalecimiento de la autoestima a través de la creación de un objeto. Además desarrollarán su coordinación y su imaginación. También con la papiroflexia se desarrollan conceptos matemáticos relacionados con la geometría y con aspectos espaciales de dos y de tres dimensiones.
La papiroflexia es unas actividades muy aconsejables para los niños porque mantiene activa su inteligencia, ayuda a desarrollar su memoria y concentración. Sin olvidar el desarrollo de la motricidad manual o motricidad fina.  Los expertos aseguran que si un niño que  comienza una actividad manual a edad temprana alcanzará una mayor madurez cerebral, lo que incrementará su desarrollo intelectual.
La Papiroflexia u Origami es una actividad  que nos permite desarrollar en nuestros alumnos múltiples aspectos no solo en el are plástica o de las matemáticas matemática, si no también en el desarrollo personal fortaleciendo la auto estima, la fuerza de voluntad, la concentración y el gusto por una obra bien hecha.
En un mondo tan tecnificado como el actual, la  posibilidad de realizar una figura con tan solo una hoja de papel y unas habilidades manuales nos hace sentirnos más útiles y hábiles. Nos hace disfrutar de un  trabajo manual tranquilo, relajado y limpio. Nos hace sentirnos magos con nuestras pequeñas creaciones.

UN PAR DE ENLACES INTERESANTES.

Diagram Instructions

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1. Start with a square piece of paper. Fold the paper in half horizontally and then verically, so the creases look like this.2. Fold the four corners of the paper toward the center point


3. Fold the top and bottom of this square into the center and open out again to create these creases.


4. Open out the top and bottom triangular flaps.


5. Fold the sides of the model into the centre, creasing well.


6. Fold down top corner of model and then open out again.7. Fold down model in the other directionYou should now have 2 new diagonal creases like this.


8. Repeat step 6 & 7 at the other end of the model, so you have the new creases at both ends.9. At one end of the model,Open out model along the creases you just made. This will raise the top portion of the model vertically.


10. Fold top of model over into the box. Its taking shape!11. Repeat Step 9 and 10 at the other end of the box... and its finished!
To make a lid, just make another box, but start with a slightly bigger piece of paper.





miércoles, 11 de marzo de 2015

CUENTAME UN CUENTO DE ANDERSEN O DE RODARI




HANS CHRISTIAN ANDERSEN


Hans Christian Andersen. Autor danés.Nació el 2 de abril de 1805 en Odense.

Hijo de un humilde zapatero y de una lavandera. Hans recibió de pequeño muy poca educación, aunque su padre cultivó su imaginación contándole historias fantásticas y enseñándole a crear su propio teatro de títeres.

Con tan sólo 14 años, escapa a Copenhague para tratar de convertirse en actor o cantante. Trabajó paraJonasCollin, director del Teatro Real, que le financió sus estudios. Desde 1822 publicó poesía y obras de teatro, consiguió su primer éxito con Un paseo desde el canal de Holmen a la punta Este de la isla deAmager en los años 1828y1829, un cuento fantástico que imita el estilo del escritor alemán
E. T. A. Hoffman. Su primera novela, El improvisador, o Vida en Italia (1835), fue alabada por la crítica.

Realizó viajes por Europa, Asia y África y escribió muchas obras de teatro, novelas y libros de viaje. Pero es gracias a sus más de 150 cuentos infantiles los que le han establecido como uno de los grandes de la literatura mundial. Entre sus principales innovaciones cabe destacar el uso de un lenguaje cotidiano y dar salida a las expresiones de los sentimientos e ideas que previamente se pensaba que estaban lejos de la comprensión de un niño. Entre sus populares cuentos se encuentran El patito feo, El traje nuevo del emperador, La reina de las nieves, Las zapatillas rojas, El soldadito de plomo, El ruiseñor, El sastrecillo valiente y La sirenita. Han sido traducidos a más de 80 idiomas y adaptados a obras de teatro, ballets, películas y obras de escultura y pintura.

Hans Christian Andersen falleció el 4 de agosto de 1875.

Maria d .g


Hans Christian Andersen nació el día 2 de abril de 1805 en Odense, Dinamarca.
Desde muy temprana edad, Hans Christian mostró una gran imaginación que fue alentada por la indulgencia de sus padres.
Hans Christrian Andersen escribió: ´´El patito feo´´, ´´La reina de las nieves´´, ´´Las zapatillas rojas´´, ´´El soldadito de plomo´´, ´´El ruiseñor´´, ´´La sirenita´´, ´´El ave Fénix´´,´´La sombra´´, ´´La princesa y el guisante´´...Entre los más famosos.
Murió el 4 de agosto de 1875 con 70 años en Copenhague.
En su ciudad natal desde 1956 se concede cada dos años el premio de literatura infantil que lleva su nombre.
Marisol G.P.
HANS CHRISTIAN ANDERSEN

Nació en Odense, en Dinamarca, el 2 de abril de 1.805. 
Era hijo de un zapatero y de una lavandera, y eran tan pobres que a veces era obligado a dormir debajo de un puente y a mendigar. 
A los once años dejó la escuela debido a la muerte de su padre. Gracias a las ayudas de la gente adinerada, ingresó en una escuela y consiguió el título de Bachiller.
Aunque desde 1.822 publicó poesías y obras de teatro su primer éxito fue el cuento fantástico " Un paseo desde el canal de Holmen a la punta Este de la isla de Amager".
Gracias a su innovador lenguaje literario consiguió que sus obras fueran de fácil comprensión para un niño.
Entre sus más destacadas obras se encuentran "La Sirenita", "El santrecillo valiente", "El patito feo"...
Sus obras han sido tan importantes que han sido traducidas a más de ochenta idiomas, adaptadas a obras de teatro, ballets, esculturas...
Murió en Copenhague, el 4 de agosto de 1.875, a los 70 años.
Inés.
Fue un escritor y poeta danés, famoso por sus cuentos para niños, entre ellos "el patito feo", " la sirenita" y " la reina de las nieves". Como dato estas tres obras han sido adaptadas al cine por Disney.
   Nació el 2 de abril de 1805. Su familia era tan pobre que en ocasiones tuvo que dormir bajo un puente y mendigar. Era hijo de un zapatero de 22 años, instruido pero enfermizo, y de una lavandera de confesión protestante. Dedicó a su madre el cuento" la pequeña cerillera", por su extrema pobreza.
   Desde muy temprana edad, mostró una gran imaginación . En 1816 murió su padre y dejó de asistir a la escuela, dedicándose a leer todas las obras que podía conseguir.
CARLOS.

Gianni Rodari

 Escritor italiano de libros infantiles nacido en Omegna. De padres panaderos, fue criado por una nodriza y con 9 años enviado a vivir con su tía. Permaneció hasta los 14 años en un seminario, obteniendo más tarde una beca para seguir estudiando, aunque siempre quiso ser músico. Se ganó la vida dando clases particulares y cuando Italia entró activamente en la II Guerra Mundial, Rodari fue rechazado por el ejército debido a su mala salud. Continuó con su carrera de maestro hasta que, a través de su vinculación con el Partido Comunista Italiano, comenzó a vivir del periodismo, editando el periódico Cinque Punte y siendo director de L`Ordine Nuovo de Varese. A través de este ejercicio de un periodismo comprometido, Rodari llegó a la literatura. Al principio firmó con el seudónimo de Francesco Aricocchi, con el cual publicó una recopilación de leyendas populares, Leyendas de nuestra tierra, y dos cuentos de corte fantástico, El beso y La señorita Bibiana. Posteriormente, siendo cronista del periódico L'Unitá, descubrió su vocación de escritor para niños. De allí nacen sus primeras filastrocche, coplas y retahílas cargadas de humor, ligadas a la corriente de la poesía popular italiana, las cuales tienen tanto éxito que son reclamadas por los lectores grandes y chicos. Desde entonces publicó más de una veintena de libros en los que combina magistralmente el humor, la imaginación y la desbordante fantasía con una visión crítica, no exenta de ironía, del mundo actual. Entre sus libros destacan El libro de las retahílas, Las aventuras de Cipollino, Jip en el televisor, Cuentos por teléfono, Gramática de la fantasía, Cuentos escritos a máquina, Cuentos para jugar, La góndola fantasma, Gelsomino en el país de los mentirosos, Las aventuras de Tonino el invisible, Los enanos de Mantua, Ejercicios de fantasía y Los traspiés de Alicia Paf. En 1970 recibió el máximo galardón al que un escritor para niños puede aspirar, el premio Andersen. El hecho de que desembocara en la literatura infantil a partir del periodismo, y no de la pedagogía, incide directa y favorablemente en su obra. En ella hay que descubrir todo el potencial liberador y verdaderamente revolucionario de su propuesta. Acercarnos al hombre vital y comprometido, al político, periodista, pedagogo y escritor que hizo de la palabra su acción.


CUENTOS
  1.  Abuelita.
  2.  Buen humor.
  3.  aquellos pobles fantasmas. Rodari.
  4.  El Ave Fénix.
  5.  El perro que no sabía ladrar. Rodari.
  6. Juan el bobo.
  7. La casa en el desierto.Rodari.
  8. La gota de agua.
  9.  La hucha.
  10.  La Musa del nuevo siglo.
  11.  La Reina de las Nieves.
  12. La Sirenita.
  13.  Las cigüeñas.A jugar con el bastón.  Rodari. 
  14.  A jugar con el bastón.  Rodari.

Abuelita
 
Hans Christian Andersen
Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.
Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe - ¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! - sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cánticos, y... abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.
Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia.
-Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueñito.
Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; se habría dicho que lo bañaba el sol... y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta. Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cánticos bajo su cabeza, pues ella lo había pedido así, con la rosa entre las páginas. Y así enterraron a abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí, y desde la iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cánticos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo también. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo.
FIN


Buen humor
 
Hans Christian Andersen
Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ¿quién era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en total contradicción con su oficio. Y, ¿cuál era su oficio, su posición en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: «Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oír hablar». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su profesión lo situó a la cabeza de los personajes más conspicuos de la ciudad, y allí estaba en su pleno derecho, pues aquél era su verdadero puesto. Tenía que ir siempre delante: del obispo, de los príncipes de la sangre...; sí, señor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fúnebres.
Bueno, pues ya lo saben. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veían a mi padre sentado allá arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con la que representan al sol, no había manera de pensar en el luto ni en la tumba. Aquella cara decía: «No se preocupen. A lo mejor no es tan malo como lo pintan».
Pues bien, de él he heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allí con un espíritu alegre, y otra cosa, todavía: me llevo siempre el periódico, como él hacía también.
Ya no soy tan joven como antes, no tengo mujer ni hijos, ni tampoco biblioteca, pero, como ya he dicho, compro el periódico, y con él me basta; es el mejor de los periódicos, el que leía también mi padre. Resulta muy útil para muchas cosas, y además trae todo lo que hay que saber: quién predica en las iglesias, y quién lo hace en los libros nuevos; dónde se encuentran casas, criados, ropas y alimentos; quién efectúa «liquidaciones», y quién se marcha. Y luego, uno se entera de tantos actos caritativos y de tantos versos ingenuos que no hacen daño a nadie, anuncios matrimoniales, citas que uno acepta o no, y todo de manera tan sencilla y natural. Se puede vivir muy bien y muy felizmente, y dejar que lo entierren a uno, cuando se tiene el «Noticiero»; al llegar al final de la vida se tiene tantísimo papel, que uno puede tenderse encima si no le parece apropiado descansar sobre virutas y aserrín.
El «Noticiero» y el cementerio son y han sido siempre las formas de ejercicio que más han hablado a mi espíritu, mis balnearios preferidos para conservar el buen humor.
Ahora bien, por el periódico puede pasear cualquiera; pero vengan conmigo al cementerio. Vamos allá cuando el sol brilla y los árboles están verdes; paseémonos entonces por entre las tumbas, Cada una de ellas es como un libro cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el título, que dice lo que la obra contiene, y, sin embargo, nada dice; pero yo conozco el intríngulis, lo sé por mi padre y por mí mismo. Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me he compuesto yo mismo para mi servicio y gusto. En él están todos juntos y aún algunos más.
Ya estamos en el cementerio.
Detrás de una reja pintada de blanco, donde antaño crecía un rosal -hoy no está, pero unos tallos de siempreviva de la sepultura contigua han extendido hasta aquí sus dedos, y más vale esto que nada-, reposa un hombre muy desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le faltaba su buena rentecita y aún algo más, pero se tomaba el mundo, en todo caso, el Arte, demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro dispuesto a disfrutar con toda su alma, se ponía frenético sólo porque el tramoyista iluminaba demasiado la cara de la luna, o porque las bambalinas colgaban delante de los bastidores en vez de hacerlo por detrás, o porque salía una palmera en un paisaje de Dinamarca, un cacto en el Tirol o hayas en el norte de Noruega. ¿Acaso tiene eso la menor importancia? ¿Quién repara en estas cosas? Es la comedia lo que debe causaros placer. Tan pronto el público aplaudía demasiado, como no aplaudía bastante.
-Esta leña está húmeda -decía-, no quemará esta noche.
Y luego se volvía a ver qué gente había, y notaba que se reían a deshora, en ocasiones en que la risa no venía a cuento, y el hombre se encolerizaba y sufría. No podía soportarlo, y era un desgraciado. Y helo aquí: hoy reposa en su tumba.
Aquí yace un hombre feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de alta cuna; y ésta fue su dicha, ya que, por lo demás, nunca habría sido nadie; pero en la Naturaleza está todo tan bien dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en ello. Iba siempre con bordados por delante y por detrás, y ocupaba su sitio en los salones, como se coloca un costoso cordón de campanilla bordado en perlas, que tiene siempre detrás otro cordón bueno y recio que hace el servicio. También él llevaba detrás un buen cordón, un hombre de paja encargado de efectuar el servicio. Todo está tan bien dispuesto, que a uno no pueden por menos que alegrársele las pajarillas.
Descansa aquí -¡esto sí que es triste!-, descansa aquí un hombre que se pasó sesenta y siete años reflexionando sobre la manera de tener una buena ocurrencia. Vivió sólo para esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente buena a su juicio, y le dio una alegría tal, que se murió de ella, con lo que nadie pudo aprovecharse, pues a nadie la comunicó. Y mucho me temo que por causa de aquella buena idea no encuentre reposo en la tumba; pues suponiendo que no se trate de una ocurrencia de esas que sólo pueden decirse a la hora del desayuno - pues de otro modo no producen efecto -, y de que él, como buen difunto, y según es general creencia, sólo puede aparecerse a medianoche, resulta que no siendo la ocurrencia adecuada para dicha hora, nadie se ríe, y el hombre tiene que volverse a la sepultura con su buena idea. Es una tumba realmente triste.
Aquí reposa una mujer codiciosa. En vida se levantaba por la noche a maullar para hacer creer a los vecinos que tenía gatos; ¡hasta tanto llegaba su avaricia!
Aquí yace una señorita de buena familia; se moría por lucir la voz en las veladas de sociedad, y entonces cantaba una canción italiana que decía: «Mi manca la voce!» («¡Me falta la voz!»). Es la única verdad que dijo en su vida.
Yace aquí una doncella de otro cuño. Cuando el canario del corazón empieza a cantar, la razón se tapa los oídos con los dedos. La hermosa doncella entró en la gloria del matrimonio... Es ésta una historia de todos los días, y muy bien contada además. ¡Dejemos en paz a los muertos!
Aquí reposa una viuda, que tenía miel en los labios y bilis en el corazón. Visitaba las familias a la caza de los defectos del prójimo, de igual manera que en días pretéritos el «amigo policía» iba de un lado a otro en busca de una placa de cloaca que no estaba en su sitio.
Tenemos aquí un panteón de familia. Todos los miembros de ella estaban tan concordes en sus opiniones, que aun cuando el mundo entero y el periódico dijesen: «Es así», si el benjamín de la casa decía, al llegar de la escuela: «Pues yo lo he oído de otro modo», su afirmación era la única fidedigna, pues el chico era miembro de la familia. Y no había duda: si el gallo del corral acertaba a cantar a media noche, era señal de que rompía el alba, por más que el vigilante y todos los relojes de la ciudad se empeñasen en decir que era medianoche.
El gran Goethe cierra su Fausto con estas palabras: «Puede continuarse», Lo mismo podríamos decir de nuestro paseo por el cementerio. Yo voy allí con frecuencia; cuando alguno de mis amigos, o de mis no amigos se pasa de la raya conmigo, me voy allí, busco un buen trozo de césped y se lo consagro, a él o a ella, a quien sea que quiero enterrar, y lo entierro enseguida; y allí se están muertitos e impotentes hasta que resucitan, nuevitos y mejores. Su vida y sus acciones, miradas desde mi atalaya, las escribo en mi libro funerario. Y así debieran proceder todas las personas; no tendrían que encolerizarse cuando alguien les juega una mala pasada, sino enterrarlo enseguida, conservar el buen humor y el «Noticiero», este periódico escrito por el pueblo mismo, aunque a veces inspirado por otros.
Cuando suene la hora de encuadernarme con la historia de mi vida y depositarme en la tumba, poned esta inscripción: «Un hombre de buen humor».
Ésta es mi historia.


  
 AQUELLOS POBRES FANTASMAS.Rodari




En el planeta Bort vivían muchos fantasmas. ¿Vivían? Digamos que iban tirando, que salían adelante. Habitaban, como hacen los fantasmas en todas partes, en algunas grutas, en ciertos castillos en ruinas, en una torre abandonada, en una buhardilla. Al dar la medianoche salían de sus refugios y se paseaban por el planeta Bort, para asustar a los bortianos.
Pero los bortianos no se asustaban. Eran gente progresista y no creían en los fantasmas. Si los veían, les tomaban el pelo, hasta que les hacían huir avergonzados.
Por ejemplo, un fantasma hacía chirriar las cadenas, produciendo un sonido horriblemente triste. En seguida un bortiano le gritaba: —Eh, fantasma, tus cadenas necesitan un poco de aceite.
Supongamos que otro fantasma agitaba siniestramente su sábana blanca. Y un bortiano, incluso pequeño, le gritaba: —A otro perro con ese hueso, fantasma, mete esa sábana en la lavadora. Necesita un lavado biológico.
Al terminar la noche los fantasmas se encontraban en sus refugios, cansados, mortificados, con el ánimo más decaído que nunca. Y venían las quejas, los lamentos y gemidos.
—¡Es increíble! ¿Sabéis lo que me ha dicho una señora que tomaba el fresco en un balcón? «Cuidado, que andas retrasado, me ha dicho, tu reloj se atrasa. ¿No tenéis un fantasma relojero que os haga las reparaciones?»
—¿Y a mí? Me han dejado una nota en la puerta sujeta con un chincheta, que decía: «Distinguido señor fantasma, cuando haya terminado su paseo cierre la puerta; la otra noche la dejó abierta y la casa se llenó de gatos vagabundos que se bebieron la leche de nuestro minino».
—Ya no se tiene respeto a los fantasmas.
—Se ha perdido la fe.
—Hay que hacer algo.
—Vamos a ver, ¿qué?
Alguno propuso hacer una marcha de protesta. Otro sugirió hacer sonar al mismo tiempo todas las campanas del planeta, con lo que por lo menos no habrían dejado dormir tranquilos a los bortianos.
Por último tomó la palabra el fantasma más viejo y más sabio.
—Señoras y señores —dijo mientras se cosía un desgarrón en la vieja sábana—, queridos amigos, no hay nada que hacer. Ya nunca podremos asustar a los bortianos. Se han acostumbrado a nuestros ruidos, se saben todos nuestros trucos, no les impresionan nuestras procesiones. No, ya no hay nada que hacer... aquí.
—¿Qué quiere decir «aquí»?
—Quiero decir en este planeta. Hay que emigrar, marcharse...
—Claro, para a lo mejor acabar en un planeta habitado únicamente por moscas y mosquitos.
—No señor: conozco el planeta adecuado.
—¡El nombre! ¡El nombre!
—Se llama planeta Tierra. ¿Lo veis, allí abajo, ese puntito de luz azul? Es aquél. Sé por una persona segura y digna de confianza que en la Tierra viven millones de niños que con sólo oír a los fantasmas esconden la cabeza debajo de las sábanas.
—¡Qué maravilla!
—Pero ¿será verdad?
—Me lo ha dicho —dijo el viejo fantasma— un individuo que nunca dice mentiras.
—¡A votar! ¡A votar! —gritaron de muchos lados.
—¿Qué es lo que hay que votar?
—Quien esté de acuerdo en emigrar al planeta Tierra que agite un borde de su sábana. Esperad que os cuente... uno, dos, tres... cuarenta... cuarenta mil... cuarenta millones... ¿Hay alguno en contra? Uno, dos... Entonces la inmensa mayoría está de acuerdo: nos marchamos.
—¿Se van también los que no están de acuerdo?
—Naturalmente: la minoría debe seguir a la mayoría.
—¿Cuándo nos vamos?
—Mañana, en cuanto oscurezca.
Y la noche siguiente, antes de que asomase alguna luna (el planeta Bort tiene catorce; no se entiende cómo se las arreglan para girar a su alrededor sin chocarse), los fantasmas bortianos se pusieron en fila, agitaron sus sábanas como alas silenciosas... y helos aquí de viaje, en el espacio, como si fueran blancos misiles.
—No nos equivocaremos de camino ¿eh?
—No hay cuidado: el viejo conoce los caminos del cielo como los agujeros de su sábana...


Primer final



...En unos minutos, viajando a la velocidad de la luz, los fantasmas llegaron a la Tierra, a la parte que estaba entonces en sombra, en la que apenas acababa de empezar la noche.
—Ahora romperemos filas —dijo el viejo fantasma—, cada uno se marcha por su lado, y hace lo que le parezca. Antes del alba nos reuniremos en este mismo sitio y discutiremos sobre la situación. ¿De acuerdo? ¡Disolverse! ¡Disolverse!
Los fantasmas se dispersaron por las tinieblas en todas direcciones.
Cuando volvieron a encontrarse no cabían en la sábana de alegría.
—¡Chicos, qué gozada!
—¡Vaya suerte!
—¡Qué fiesta!
—¡Quién se iba a imaginar encontrar todavía a tanta gente que cree en los fantasmas!
—¡Y no sólo los niños. También muchos mayores!
—¡Y tantas personas cultas!
—¡Yo he asustado a un doctor!
—¡Y yo he hecho que a un comendador se le volviera blanco el pelo!
—Por fin hemos encontrado, el planeta que nos conviene. Voto que nos quedemos.
—¡Yo también!
—¡Yo también!
Y esta vez, en la votación, no hubo ni siquiera una sábana en contra.
Segundo final


...En unos minutos, viajando a la velocidad de la luz, los fantasmas de Bort llegaron a gran distancia de su planeta. Pero en las prisas por irse no se habían dado cuenta de que en la cabeza de la columna se habían colocado... justamente aquellos dos fantasmas que votaron contra el viaje a la Tierra. Por si os interesa saberlo, eran dos oriundos. En otras palabras, eran dos fantasmas de Miln a los que habían hecho salir huyendo de la capital lombarda un grupo de milaneses únicamente armados de tomates podridos. A escondidas habían ido a parar a Bort, entremezclándose con los fantasmas bortianos. No querían ni oir hablar de volver a la Tierra. Pero hay de ellos! si hubieran confesado ser unos clandestinos. Así que le dieron vueltas al asunto. Y dicho y hecho.
Se colocaron en la cabeza de la columna, cuando todos crean que el que indicaba el camino era el viejo y sabio fantasma, quien se había quedado dormido volando con el grupo. Y en vez de dirigirse hacia la Tierra se encaminaron hacia el planeta Picchio, a trescientos millones de miles de kilómetros y siete centímetros de la Tierra. Era un planeta habitado únicamente por un pueblo de ranas miedosísimas. Los fantasmas de Bort se encontraron a gusto, por lo menos durante unos cuantos siglos. Después parece que las ranas de Picchio dejaron de asustarse de los fantasmas.
El anillo del pastor .RODARI.


Había una vez un pastor que apacentaba su rebaño en los campos que rodean a Roma. Por la noche, retiraba las ovejas al redil, comía un poco de pan y queso, se tendía sobre la paja y dormía. De día, siempre a fuera con las ovejas y el perro, con sol o tramontana, agua o viento. Lejos de casa durante meses y meses, siempre solo. Es dura la vida del pastor.
Una noche, cuando se iba a acostar, oyó una voz que le llamaba.
—¡Pastor! ¡Pastor!
—¿Quién es? ¿Quién me llama?
—Amigos, pastor, amigos.
—La verdad es que, aparte de mi perro, no tengo muchos amigos. ¿Quién es usted?
—Sólo un caminante, pastor. He andado durante todo el día y tengo que caminar todo el de mañana. Yo no tengo dinero para trenes. Me he quedado sin cena y sin provisiones. He pensado que a lo mejor tú...
—Entre y siéntese. No tengo más que pan y queso. La leche no falta para beber. Si se da por contento, sírvase.
—Gracias, eres muy generoso. Bueno queso este. ¿Lo has hecho tú?
—Con mis propias manos. El pan es un poco viejo, hasta mañana no me lo traerán fresco. Si fuese ya mañana por la noche...
—No te preocupes, este pan también es excelente. Cuando se tiene hambre es mejor el pan pasado hoy que el fresco mañana.
—Veo que está al tanto de los problemas del estómago.
El caminante comió y bebió. Luego el pastor le cedió la mitad de su paja para que pudiera descansar. Por la mañana se levantaron juntos, con las primeras luces del alba.
—Gracias una vez más, pastor.
—Anda que, por un poco de paja...
—He dormido mejor que en una cama con doce colchones.
—Veo que también entiende de camas duras.
—He dormido tan bien —siguió el caminante— que quiero dejarte un pequeño recuerdo.
—¿Un recuerdo? Pero... pero si es un anillo...
—Vamos, sólo es un anillito de hierro, sin ningún valor. Un recuerdito como te he dicho. Pero procura no perderlo.
—No lo perderé.
—Podría serte útil.
—Si usted lo dice...
Se saludaron. El pastor se guardó el anillo en el bolsillo y se olvidó de él. Aquella noche llegaron dos bandidos a su redil, armados hasta los dientes.
—Mata a un cordero —ordenaron al pastor- y ásalo al espetón.
Con tipos de esa calaña no quedaba más remedio que obedecer.
—Sal, ni poca ni mucha.
El pastor saló la carne sin respirar.
Menos mal que la cena pareció de su gusto. Incluso, aquel de los bandidos que hablaba y daba órdenes y tenía todo el aire de un jefe, en determinado momento dijo:
—No sé lo que vales como pastor, pero como cocinero estás en forma.
—Bah, se hace lo que se puede...
—Exacto. ¿Qué podías hacer? Cocinar. Y has cocinado. ¿Y nosotros qué podemos hacer? Comer. Y estamos comiendo. El resto vendrá después.
—¿El resto? No comprendo.
—Comprenderás, pastor, comprenderás. Tu desgracia es habernos visto la cara.
—No me parece una gran desgracia —dijo el pastor, como diciendo: «Bueno, no os menosprecieis de esa forma, tampoco sois tan feos». Pero el bandido le explicó de qué desgracia se trataba.
—Querido mío, si vuelves al pueblo y hablas de nosotros, las cosas podrían ponerse mal, ¿no te parece? Puedes describirnos a los guardias: uno es viejo y ciego de un ojo, el otro es más joven y tiene una verruga en la nariz...
—Pero no tiene ninguna verruga en la nariz.
—Lo decía por decir. El hecho es que ahora eres un peligro para nosotros. Pero no te preocupes, te haremos una hermosa tumba, y hasta te plantaremos florecitas...
—¿Una tumba? Pero... ¿qué quieren hacerme?
—Hijito, no querrás que te metamos vivo en la tumba ¿no?
—¡Quieren matarme!
—Pastor, eres verdaderamente duro de mollera. No queda más remedio. Pero será cuestión de un minuto, un minutito. Cuesta menos morir que trabajar. Será cosa de... ¡Eh, pastor... Eh, digo! ¿Dónde te has metido? ¡Pastor! Adelante, socio: tú búscalo por aquel lado y yo le buscaré por aquí. Pastor, sal, era una broma. Nadie quiere matarte. Venga, deja ya de jugar al escondite... ¡Pastor!
¿Qué es lo que había pasado? Lo que había pasado es que mientras escuchaba las amenazas de los bandidos, el pastor se metió la mano en el bolsillo y había tocado el anillito de hierro distraídamente. En ese mismo instante se hizo invisible. Estaba allí, sentado junto al fuego, y los bandidos no podían verle.

Le buscaban, le llamaban, con las armas empuñadas, dispuestos a matarle. Y él no se había movido. Le daba demasiado miedo hacer un solo movimiento. Tenía miedo, hasta de respirar

Primer final



Por fin los bandidos se cansaron de buscar al pastor y se prepararon para regresar a los montes de Tolfa, donde tenían su guarida. El pastor, dejando el rebaño al perro, seguro de que lo guardaría bien, les siguió procurando no hacer ruido. A veces una hoja seca crujía bajo sus zapatos, o un guijarro saltaba sobre el sendero. Los bandidos se detenían, miraban alarmados alrededor, pero no veían nada ni a nadie y reemprendían el camino suspirando.

Segundo final


Cuando se marcharon los bandidos, cansados de buscarle sin resultado, el pastor besó el anillo que le había salvado y en ese instante, gracias al beso, volvió a hacerse visible. Se dio cuenta porque el perro, que parecía haber estado dormitando, dio un brinco ladrando alegremente.
—Muy bien —dijo el pastor—, también tú te das cuenta, ¿verdad?, de la suerte que hemos tenido. Pues sí, amigo mío: se acabó esta vida tan dura, de una vez por todas diremos adiós a estas aburridas ovejas. ¿Sabes lo que he pensado? He pensado hacerme detective, policía privado. Gracias a mi invisibilidad podré realizar toda clase de investigaciones sin llamar la atención. Podré entrar y salir de las casas de los malhechores, recoger pruebas, hacer fotografías… Confundiré a los ladrones más avisados. Desenmascararé a los falsificadores y atracadores más hábiles. Y me haré famoso en Italia y Suiza. Y a lo mejor también en Rusia.
Y así sucedió. Unos meses después los periódicos de media Europa no hablaban más que de las hazañas del que habían bautizado como «el rey de los investigadores», quien, por cuenta propia, eligió el nombre de batalla de Doctor Invisibilis.

—Qué raro —refunfuñaba el jefe—, tengo continuamente la impresión de que alguien nos sigue.
El otro bandido decía que sí con la cabeza.
—Pero no hay nadie —añadía el jefe.
Y el otro bandido, con la cabeza, decía que no. Su regla era no contradecir nunca al jefe.
El pastor les siguió al bosque, les siguió al monte, hasta la caverna donde les esperaba el resto de la banda. Escuchó lo que decían en medio de ellos, que casi le tocaban; pero si una mano o un brazo le caían muy cerca se echaba a un lado enseguida. A una hora determinada los bandidos se levantaron, cogieron las armas y se marcharon todos a asaltar un tren. Al quedarse sólo, el pastor inspeccionó la caverna levantó todas las piedras, miró bajo los jergones y por fin, en una trampilla oculta por una piel de lobo, encontró lo que buscaba: su tesoro, el fruto de sus rapiñas, oro, joyas y dinero en gran cantidad. Llenó la alforja y luego también la capa, extendiéndola en el suelo. Al volver, andaba encorvado debido al enorme peso. Pero no vayais a creer que volvía al redil, con las ovejas y el perro. ¿Para qué quería un solo rebaño, ahora que era rico y si quería podía comprarse cien? Tomó el camino de la ciudad, eso es. Y al tiempo que andaba canturreaba para sus adentros: «Roma bella, llega a ti un pastorcillo más rico que un rey.»

Tercer final


El pastor se puso muy contento por su suerte.
—Bendito sea este anillo —decía y el que me lo ha dado.
Pero desde aquel momento, el miedo a perder el anillo no le dejaba tranquilo.
En el bolsillo —pensaba— no puedo tenerlo: cualquier día, al sacar el pañuelo, se me caerá y adiós muy buenas. Es mejor que nadie me lo vea, podría robármelo un ladrón. Lo esconderé... Pero ¿dónde? Ya está, en aquella planta, donde hay aquella hendidura...
Y así lo hizo. Luego se llevó a pastar a las ovejas, fantaseando sobre lo que podría hacer con el anillo encantado. Todas eran unas fantasías preciosas, pero destinadas a seguir siéndolo. Pues mientras tanto, una urraca había encontrado el anillo, se lo llevó a su escondite, a saber dónde. Y así es como en vez de un pastor invisible hubo un anillo invisible e inencontrable.
El final del autor


Desecho el primer final porque no creo que aquellos pobres bandiduchos tuvieran todos aquellos tesoros. El segundo les gustará a los espíritus aventureros y optimistas, el tercero a los pesimistas. Creo que del segundo y el tercero pueden extraerse otras muchas historias y aventuras.


El Ave Fénix
 

Hans Christian Andersen
En el jardín del Paraíso, bajo el árbol de la sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa nació un pájaro; su vuelo era como un rayo de luz, magníficos sus colores, arrobador su canto.
Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y Adán fueron arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del ángel cayó una chispa en el nido del pájaro y le prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero del rojo huevo salió volando otra ave, única y siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien años se da la muerte abrasándose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave Fénix, la única en el mundo.
El pájaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores, magnífica en su canto. Cuando la madre está sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niño. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en él, y sobre la pobre cómoda exhalan, su perfume unas violetas.
Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores de la aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de Falun, en las minas de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del Ganges, y los ojos de la doncella hindú se iluminan al verla.
¡Ave Fénix! ¿No la conoces? ¿El ave del Paraíso, el cisne santo de la canción? Iba en el carro de Thespis en forma de cuervo parlanchín, agitando las alas pintadas de negro; el arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne; posada sobre el hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y le susurraba al oído: ¡Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la Wartburg.
¡Ave Fénix! ¿No la conoces? Te cantó la Marsellesa, y tú besaste la pluma que se desprendió de su ala; vino en todo el esplendor paradisíaco, y tú le volviste tal vez la espalda para contemplar el gorrión que tenía espuma dorada en las alas.
¡El Ave del Paraíso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tú misma vuelas con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave Fénix de Arabia.
En el jardín del Paraíso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el árbol de la sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: ¡poesía!

EL PERRO QUE NO SABÍA LADRAR

RODARI



Había una vez un perro que no sabía ladrar. No ladraba, no maullaba, no mugía, no relinchaba, no sabía decir nada. Era un perrillo solitario, a saber cómo había caído en una región sin perros. Por él no se habría dado cuenta de que le faltara algo. Los otros eran los que se lo hacían notar. Le decían:
—¿Pero tú no ladras?
—No sé... soy forastero...
—Vaya una contestación. ¿No sabes que los perros ladran?
—¿Para qué?
—Ladran porque son perros. Ladran a los vagabundos de paso, a los gatos despectivos, a la luna llena. Ladran cuando están contentos, cuando están nerviosos, cuando están enfadados. Generalmente de día, pero también de noche.
—No digo que no, pero yo...
—Pero tú ¿ qué? Tu eres un fenómeno, oye lo que te digo: un día de estos saldrás en el periódico.
El perro no sabía cómo contestar a estas críticas. No sabía ladrar y no sabía qué hacer para aprender.
—Haz como yo —le dijo una vez un gallito que sentía pena por él. Y lanzó dos o tres sonoros kikirikí.
—Me parece difícil —dijo el perrito.
—¡Que va, es facilísimo! Escucha bien y fíjate en mi pico.
—Vamos, mírame y procura imitarme.
El gallito lanzó otro kikirikí.
El perro intentó hacer lo mismo, pero sólo le salió de la boca un desmañanado « keké» que hizo salir huyendo aterrorizadas a las gallinas
—No te preocupes —dijo el gallito—, para ser la primera vez está muy bien. Venga, vuélvelo a intentar.
El perrito volvió a intentarlo una vez, dos, tres. Lo intentaba todos los días. Practicaba a escondidas, desde la mañana hasta por la noche. A veces, para hacerlo con más libertad, se iba al bosque. Una mañana, precisamente cuando estaba en el bosque, consiguió lanzar unkikirikí tan auténtico, tan bonito y tan fuerte, que la zorra lo oyó y se dijo: «Por fín el gallo ha venido a mi encuentro. Correré a darle las gracias por la visita...» E inmediatamente se echó a correr, pero no olvidó llevarse el cuchillo, el tenedor y la servilleta porque para una zorra no hay comida más apetitosa que un buen gallo. Es lógico que le sentara mal ver en vez de un gallo al perro que, tumbado sobre su cola, lanzaba uno detrás de otros aquellos kikirikí.
—Ah —dijo la zorra—, conque esas tenemos, me has tendido una trampa.
—¿Una trampa?
—Desde luego. Me has hecho creer que había un gallo perdido en el bosque y te has escondido para atraparme. Menos mal que te he visto a tiempo. Pero esto es una caza desleal. Normalmente los perros ladran para avisarme de que llegan los cazadores.
—Te aseguro que yo... Verás, no pensaba en absoluto en cazar. Vine para hacer ejercicios.
—¿Ejercicios? ¿De qué clase?
—Me ejercito para aprender a ladrar. Ya casi he aprendido, mira qué bien lo hago.
Y de nuevo un sonorísimo kikirikí.
La zorra creía que iba a reventar de la risa. Se revolcaba por el suelo, se apretaba la barriga, se mordía los bigotes y la cola.
Nuestro perrito se sintió tan mortificado que se marchó en silencio, con el hocico bajo y lágrimas en los ojos.
Por allí cerca había un cuco. Vio pasar al perro y le dio pena.
—¿Qué te han hecho?
—Nada.
—Entonces ¿por qué estás tan triste?
—Pues... lo que pasa... es que no consigo ladrar. Nadie me enseña.
—Si es sólo por eso, yo te enseño. Escucha bien cómo hago y trata de hacerlo como yo: cucú... cucú... cucú... ¿lo has comprendido?
—Me parece fácil.
—Facilísimo. Yo sabía hacerlo hasta cuando era pequeño. Prueba: cucú... cucú...
Cu... —hizo el perro—. Cu...
Ensayó aquel día, ensayó al día siguiente. Al cabo de una semana ya le salía bastante bien. Estaba muy contento y pensaba: «Por fin, por fin empiezo a ladrar de verdad. Ya no podrán volver a tomarme el pelo».
Justamente en aquellos días se levantó la veda. Llegaron al bosque muchos cazadores, también de esos que disparan a todo lo que oyen y ven. Dispararían a un ruiseñor, sí que lo harían. Pasa un cazador de esos, oye salir de un matorral cucú... cucú..., apunta el fusil y —¡bang! ¡bang!— dispara dos tiros.
Por suerte los perdigones no alcanzaron al perro. Sólo le pasaron rozando las orejas, haciendo ziip ziip, como en los tebeos. El perro a todo correr. Pero estaba muy sorprendido: «Ese cazador debe estar loco, disparar hasta a los perros que ladran...»
Mientras tanto el cazador buscaba al pájaro. Estaba convencido de que lo había matado.
—Debe habérselo llevado ese perrucho, a saber de dónde habrá salido —refunfuñaba. Y para desahogar su rabia disparó contra un ratoncillo que había sacado la cabeza fuera de su madriguera, pero no le dio.
El perro corría, corría...
Primer final
El perro corría. Llegó a un prado, en el que pacía tranquilamente una vaquita.
—¿Adónde corres?
—No sé.
—Entonces párate. Aquí hay una hierba estupenda.
—No es la hierba lo que me puede curar...
—¿Estás enfermo?
—Ya lo creo. No sé ladrar.
—¡Pero si es la cosa más fácil del mundo! Escúchame: muuu... muuu... muuuu... ¿No suena bien?
—No está mal. Pero no estoy seguro de que sea lo adecuado. Tú eres una vaca...
—Claro que soy una vaca.
—Yo no, yo soy un perro.
—Claro que eres un perro. ¿Y qué? No hay nada que impida que hables mi idioma.
—¡Qué idea! ¡Qué idea!
—¿Cuál?
—La que se me está ocurriendo en este momento. Aprenderé la forma de hablar de todos los animales y haré que me contraten en un circo ecuestre. Tendré un exitazo, me haré rico y me casaré con la hija del rey. Del rey de los perros, se comprende.
Bravo, qué buena idea. Entonces al trabajo. Escucha bien: muuu... muuu... muuu...
Muuu... —hizo el perro.
Era un perro que no sabía ladrar, pero tenía un gran don para las lenguas.
Segundo final
El perro corría y corría. Se encontró a un campesino
—¿Dónde vas tan deprisa?
—Ni siquera yo lo sé.
—Entonces ven a mi casa. Precisamente necesito un perro que me guarde el gallinero.
—Por mí iría, pero se lo advierto: no sé ladrar.
—Mejor. Los perros que ladran hacen huir a los ladrones. En cambio a ti no te oirán, se acercarán y podrás morderles, así tendrán el castigo que se merecen.
—De acuerdo —dijo el perro.
Y así fue cómo el perro que no sabía ladrar encontró un empleo, una cadena y una escudilla de sopa todos los días.
Tercer final
El perro corría y corría. De repente se detuvo. Había oído un sonido extraño. Hacía guau guau. Guau guau.
—Esto me suena —pensó el perro—, sin embargo no consigo acordarme de cuál es la clase de animal que lo hace.
Guau, guau.
—¿Será la jirafa? No, debe ser el cocodrilo. El cocodrilo es un animal feroz. Tendré que acercarme con cautela.
Deslizándose entre los arbustos el perrito se dirigió hacia la dirección de la que procedía aquel guau guau que, a saber por qué, hacía que le latiera tan fuerte el corazón bajo el pelo.
—Guau, guau.
—Vaya, otro perro.
Sabéis, era el perro de aquel cazador que había disparado poco antes cuando oyó el cucú.
—Hola, perro.
—¿Sabrías explicarme lo que estás diciendo?
—¿Diciendo? Para tu conocimiento yo no digo, yo ladro.
—¿Ladras? ¿Sabes ladrar?
—Naturalmente. No pretenderás que barrite como un elefante o que ruja como un león.
—Entonces, ¿me enseñarás?
—¿No sabes ladrar?
—No.
—Mira y escucha bien. Se hace así: guau, guau...
—Guau, guau —dijo en seguida nuestro perrito. Y, conmovido y feliz, pensaba para sus adentros: «Al fin encontré el maestro adecuado.»
Juan el bobo
(Un cuento infantil contado de nuevo)
[Cuento infantil. Texto completo.]
Hans Christian Andersen
Allá en el campo, en una vieja mansión señorial, vivía un anciano propietario que tenía dos hijos, tan listos, que con la mitad hubiera bastado. Los dos se metieron en la cabeza pedir la mano de la hija del Rey. Estaban en su derecho, pues la princesa había mandado pregonar que tomaría por marido a quien fuese capaz de entretenerla con mayor gracia e ingenio.
Los dos hermanos estuvieron preparándose por espacio de ocho días; éste era el plazo máximo que se les concedía, más que suficiente, empero, ya que eran muy instruidos, y esto es una gran ayuda. Uno se sabía de memoria toda la enciclopedia latina, y además la colección de tres años enteros del periódico local, tanto del derecho como del revés. El otro conocía todas las leyes gremiales párrafo por párrafo, y todo lo que debe saber el presidente de un gremio. De este modo, pensaba, podría hablar de asuntos del Estado y de temas eruditos. Además, sabía bordar tirantes, pues era fino y ágil de dedos.
-Me llevaré la princesa -afirmaban los dos; por eso su padre dio a cada uno un hermoso caballo; el que se sabía de memoria la enciclopedia y el periódico, recibió uno negro como azabache, y el otro, el ilustrado en cuestiones gremiales y diestro en la confección de tirantes, uno blanco como la leche. Además, se untaron los ángulos de los labios con aceite de hígado de bacalao, para darles mayor agilidad. Todos los criados salieron al patio para verlos montar a caballo, y entonces compareció también el tercero de los hermanos, pues eran tres, sólo que el otro no contaba, pues no se podía comparar en ciencia con los dos mayores, y, así, todo el mundo lo llamaba el bobo.
-¿Adónde vais con el traje de los domingos? -preguntó.
-A palacio, a conquistar a la hija del Rey con nuestros discursos. ¿No oíste al pregonero? -y le contaron lo que ocurría.
-¡Demonios! Pues no voy a perder la ocasión -exclamó el bobo-. Y los hermanos se rieron de él y partieron al galope.
-¡Dadme un caballo, padre! -dijo Juan el bobo-. Me gustaría casarme. Si la princesa me acepta, me tendrá, y si no me acepta, ya veré de tenerla yo a ella.
-¡Qué sandeces estás diciendo! -intervino el padre-. No te daré ningún caballo. ¡Si no sabes hablar! Tus hermanos es distinto, ellos pueden presentarse en todas partes.
-Si no me dais un caballo -replicó el bobo- montaré el macho cabrío; es mío y puede llevarme.
Se subió a horcajadas sobre el animal, y, dándole con el talón en los ijares, emprendió el trote por la carretera. ¡Vaya trote!
-¡Atención, que vengo yo! -gritaba el bobo; y se puso a cantar con tanta fuerza, que su voz resonaba a gran distancia.
Los hermanos, en cambio, avanzaban en silencio, sin decir palabra; aprovechaban el tiempo para reflexionar sobre las grandes ideas que pensaban exponer.
-¡Eh, eh! -gritó el bobo, ¡aquí estoy yo! ¡Mirad lo que he encontrado en la carretera!-. Y les mostró una corneja muerta.
-¡Imbécil! -exclamaron los otros-, ¿para qué la quieres?
-¡Se la regalaré a la princesa!
-¡Haz lo que quieras! -contestaron, soltando la carcajada y siguiendo su camino.
-¡Eh, eh!, ¡aquí estoy yo! ¡Miren lo que he encontrado! ¡No se encuentra todos los días!
Los hermanos se volvieron a ver el raro tesoro.
-¡Estúpido! -dijeron-, es un zueco viejo, y sin la pala. ¿También se lo regalarás a la princesa?
-¡Claro que sí! -respondió el bobo; y los hermanos, riendo ruidosamente, prosiguieron su ruta y no tardaron en ganarle un buen trecho.
-¡Eh, eh!, ¡aquí estoy yo! -volvió a gritar el bobo-. ¡Voy de mejor en mejor! ¡Arrea! ¡Se ha visto cosa igual!
-¿Qué has encontrado ahora? - preguntaron los hermanos.
-¡Oh! -exclamó el bobo-. Es demasiado bueno para decirlo. ¡Cómo se alegrará la princesa!
-¡Qué asco! -exclamaron los hermanos-. ¡Si es lodo cogido de un hoyo!
-Exacto, esto es -asintió el bobo-, y de clase finísima, de la que resbala entre los dedos - y así diciendo, se llenó los bolsillos de barro.
Los hermanos pusieron los caballos al galope y dejaron al otro rezagado en una buena hora. Hicieron alto en la puerta de la ciudad, donde los pretendientes eran numerados por el orden de su llegada y dispuestos en fila de a seis de frente, tan apretados que no podían mover los brazos. Y suerte de ello, pues de otro modo se habrían roto mutuamente los trajes, sólo porque el uno estaba delante del otro.
Todos los demás moradores del país se habían agolpado alrededor del palacio, encaramándose hasta las ventanas, para ver cómo la princesa recibía a los pretendientes. ¡Cosa rara! No bien entraba uno en la sala, parecía como si se le hiciera un nudo en la garganta, y no podía soltar palabra.
-¡No sirve! -iba diciendo la princesa-. ¡Fuera!
Llegó el turno del hermano que se sabía de memoria la enciclopedia; pero con aquel largo plantón se le había olvidado por completo. Para acabar de complicar las cosas, el suelo crujía, y el techo era todo él un espejo, por lo cual nuestro hombre se veía cabeza abajo; además, en cada ventana había tres escribanos y un corregidor que tomaban nota de todo lo que se decía, para publicarlo enseguida en el periódico, que se vendía a dos chelines en todas las esquinas. Era para perder la cabeza. Y, por añadidura, habían encendido la estufa, que estaba candente.
-¡Qué calor hace aquí dentro! -fueron las primeras palabras del pretendiente.
-Es que hoy mi padre asa pollos -dijo la princesa.
-¡Ah! -y se quedó clavado; aquella respuesta no la había previsto; no le salía ni una palabra, con tantas cosas ingeniosas que tenía preparadas.
-¡No sirve! ¡Fuera! -ordenó la princesa. Y el mozo hubo de retirarse, para que pasase su hermano segundo.
-¡Qué calor más terrible! -dijo éste.
-¡Sí, asamos pollos! -explicó la hija del Rey.
-¿Cómo di... di, cómo di... ? -tartamudeó él, y todos los escribanos anotaron: «¿Cómo di... di, cómo di... ?».
-¡No sirve! ¡Fuera! -decretó la princesa.
Le tocó entonces el turno al bobo, quien entró en la sala caballero en su macho cabrío.
-¡Demonios, qué calor! -observó.
-Es que estoy asando pollos -contestó la princesa.
-¡Al pelo! -dijo el bobo-. Así, no le importará que ase también una corneja, ¿verdad?
-Con mucho gusto, no faltaba más -respondió la hija del Rey-. Pero, ¿traes algo en que asarla?; pues no tengo ni puchero ni asador.
-Yo sí los tengo -exclamó alegremente el otro-. He aquí un excelente puchero, con mango de estaño.
Y, sacando el viejo zueco, metió en él la corneja.
-Pues, ¡vaya banquete! -dijo la princesa-. Pero, ¿y la salsa?
-La traigo en el bolsillo -replicó el bobo-. Tengo para eso y mucho más.
Y se sacó del bolsillo un puñado de barro.
-¡Esto me gusta! -exclamó la princesa-. Al menos tú eres capaz de responder y de hablar. ¡Tú serás mi marido! Pero, ¿sabes que cada palabra que digamos será escrita y mañana aparecerá en el periódico? Mira aquella ventana: tres escribanos y un corregidor. Este es el peor, pues no entiende nada.
-Desde luego, esto sólo lo dijo para amedrentar al solicitante. Y todos los escribanos soltaron la carcajada e hicieron una mancha de tinta en el suelo.
-¿Aquellas señorías de allí? -preguntó el bobo-. ¡Ahí va esto para el corregidor!
Y, vaciándose los bolsillos, arrojó todo el barro a la cara del personaje.
-¡Magnífico! -exclamó la princesa-. Yo no habría podido. Pero aprenderé.
Y de este modo Juan el bobo fue Rey. Obtuvo una esposa y una corona y se sentó en un trono
Y todo esto lo hemos sacado del diario del corregidor, lo cual no quiere decir que debamos creerlo a pies juntillas.


La casa en el desierto.RODARI.


Había una vez un señor muy rico. Más rico que el más rico de los millonarios americanos. Incluso más rico que el Tío Gilito. Superriquísimo. Tenía depósitos enteros llenos de monedas, desde el suelo hasta el techo, del sótano a la buhardilla. Monedas de oro, de plata, de níquel. Monedas de quinientas, de cien, de cincuenta. Liras italianas, francos suizos, esterlinas inglesas, dólares, rublos, zloty, dinares. Quintales y toneladas de monedas de todas clases y de todos los países. De monedas de papel tenía miles de baúles llenos y sellados.
Este señor se llamaba Puk.
El señor Puk decidió hacerse una Casa.
—Me la haré en el desierto —dijo—, lejos de todo y de todos.
En el desierto no hay piedra para hacer casas, ni ladrillos, argamasa, madera o mármol... No hay nada, sólo arena.
—Mejor —dijo el señor Puk—, me haré la casa con mi dinero. Usaré mis monedas en vez de la piedra, de los ladrillos, de la madera y del mármol.
Llamó a un arquitecto e hizo que le diseñara la casa.
—Quiero trescientas sesenta y cinco habitaciones —dijo el señor Puk—, una para cada día del año. La casa debe tener doce pisos, uno por cada mes del año. Y quiero cincuenta y dos escaleras, una por cada semana del año. Hay que hacerlo todo con las monedas ¿comprendido?
—Harán falta algunos clavos...
—Nada de eso. Si necesita clavos, coja mis monedas de oro, fúndalas y haga clavos de oro.
—Harían falta tejas para el techo...
—Nada de tejas. Utilizará mis monedas de plata, obtendrá una cobertura muy sólida.
El arquitecto hizo el diseño. Fueron necesarios tres mil quinientos autovías para transportar todo el dinero necesario en medio del desierto.
Se necesitaron cuatrocientas tiendas para alojar a los obreros.
Y se empezó. Se abrieron los cimientos y después, en vez de echar el cemento armado, venga de monedas a carretadas, a camiones llenos. Luego las paredes, una moneda sobre otra, una moneda junto a otra. Una moneda, un poco de argamasa, otra moneda. El primer piso todo de monedas italianas de plata de quinientas liras. El segundo piso, todo de dólares y de cuartos de dólar.
Después las puertas. Estas también hechas con monedas pegadas entre sí. Luego las ventanas. Nada de cristales: chelines austriacos y marcos alemanes bien encolados y, por dentro, forradas con billetes de banco turcos y suizos. El tejado, las tejas, la chimenea: todos hechos con monedas contantes y sonantes. Los muebles, las bañeras, los grifos, las alfombras, los peldaños de las escaleras, el enrejado del sótano, el retrete: monedas, monedas, monedas por todas partes, únicamente monedas.
Todas las noches el señor Puk registraba a los albañiles cuando dejaban el trabajo para asegurarse de que no se llevaban algún dinero en el bolsillo o dentro de un zapato. Les hacía sacar la lengua porque también, si se quería, podía esconderse una rupia, una piastra o una peseta debajo de la lengua.
Cuando se terminó la construcción aún quedaban montañas y montañas de monedas. El señor Puk hizo que las llevaran a los sótanos, a las buhardillas, llenó muchas habitaciones, dejando sólo un pasaje estrecho entre uno y otro montón, para pasear y hacer cuentas.
Y luego se fueron todos, el arquitecto, el capataz, los obreros, los camioneros, y el señor Puk se quedó solo en su inmensa casa en medio del desierto, en su gran palacio hecho de dinero, dinero bajo los pies, dinero sobre la cabeza, dinero a diestra y siniestra, delante y detrás, y adonde fuera, a cualquier parte que mirara, no veía más que dinero, dinero, dinero, aunque se pusiera con la cabeza para abajo no veía otra cosa. De las paredes colgaban centenares de cuadros valiosísimos: en realidad no estaban pintados, era dinero colocado en marcos, y hasta los marcos estaban hechos con monedas. Había centenares de estatuas, hechas con monedas de bronce, de cobre, de hierro.
En torno al señor Puk y a su casa estaba el desierto, que se extendía sin fin hacia los cuatro puntos cardinales. A veces llegaba el viento, del Norte o del Sur, y hacía batir las puertas y las ventanas que producían un sonido extraordinario, un tintineo musical, en el que el señor Puk, que tenía un oído finísimo, lograba diferenciar el sonido de las monedas de los diferentes países de la tierra: «Este dinn lo hacen las coronas danesas, este denn los florines holandeses... Y, esta es la voz del Brasil, de Zambia, de Guatemala...»
Cuando el señor Puk subía las escaleras reconocía las monedas que pisaba sin mirarlas, por el tipo de roce que producían sobre la suela de los zapatos (tenía unos pies muy sensibles). Y mientras subía con los ojos cerrados murmuraba: «Rumania, India, Indonesia, Islandia, Ghana, Japón, Sudáfrica...»
Naturalmente dormía en una cama hecha con dinero: marengos de oro para la cabecera y para las sábanas, billetes de cien mil liras cosidos con hilo doble. Como era una persona extraordinariamente limpia, cambiaba de sábanas todos los días. Las sábanas usadas las volvía a guardar en la caja de caudales.
Para dormirse leía los libros de su biblioteca. Los volúmenes se componían de billetes de banco de los cinco continentes, cuidadosamente encuadernados. El señor Puk no se cansaba nunca de hojear esos volúmenes, pues era una persona muy instruida.
Una noche, precisamente cuando hojeaba un volumen del Banco del Estado australiano...
Primer final


Una noche el señor Puk oye que golpean una puerta del palacio y no se equivoca, dice: «Es la puerta hecha con esos antiguos táleros de María Teresa.»
Va a ver y no se ha equivocado. Son los bandidos.
—La bolsa o la vida.
—Por favor, señores, entren y observen: no tengo bolsas ni bolsillos.
Los bandidos entran y no se toman ni siquiera la molestia de mirar a las paredes, las puertas, las ventanas, los muebles. Buscan la caja fuerte: está llena de sabanas y desde luego ellos no están allí para comprobar si son de hilo o de papel afiligranado. En toda la casa, desde el primer al duodécimo piso, no hay ni una bolsa ni un bolsillo. Hay extraños montones de algo, en ciertas habitaciones, en los sótanos, en las buhardillas, pero está oscuro, no se ve de qué se trata. Además, los ladrones son gente concreta: ellos quieren la cartera del señor Puk, y el señor Puk no tiene cartera.
Los bandidos primero se enfadan y luego se echan a llorar: han atravesado todo el desierto para efectuar ese robo y ahora tienen que volverlo a atravesar con las manos vacías. El señor Puk, para consolarles, les ofrece limonada fresca. Luego los bandidos desaparecen en la noche, derramando lágrimas en la arena. De cada lágrima nace una flor. A la mañana siguiente el señor Puk puede contemplar un bellísimo paisaje florido.

Segundo final


Una noche el señor Puk oye golpear a una puerta y no se equivoca: «Es la que está hecha con esos antiguos táleros del Negus de Etiopía.»
Va a abrir. Son dos niños perdidos en el desierto. Tienen frío, tienen hambre, lloran.
—Una limosna.
El señor Puk les da con la puerta en las narices. Pero ellos continúan llamando. Al fin el señor Puk se apiada de ellos y les dice: —Coged esta Puerta.
Los niños la cogen. Pesa, pero es toda de oro: se la llevan a casa, podrán comprarse café con leche y pastas.
En otra ocasión llegan otros dos niños pobres y el señor Puk les regala otra puerta. Entonces se corre la voz de que el señor Puk se ha vuelto generoso y llegan pobres de todas partes del desierto y de las tierras habitadas y nadie se vuelve con las manos vacías: el señor Puk regala a uno una ventana, a otro una silla (hecha de moneditas de cincuenta céntimos), etcétera. Al cabo de un año ya ha regalado el techo y el último piso.
Pero los pobres continúan llegando en largas filas desde todos los rincones de la tierra.
«No sabía que fuesen tantos», piensa el señor Puk.
Y, año tras año, les ayuda a destruir su palacio. Después se va a vivir en una tienda, como un beduino o un campista, y se siente tan, pero tan ligero.
Tercer final


Una noche el señor Puk, hojeando un volumen de billetes de banco, encuentra uno falso. ¿Cómo habrá llegado allí? Y... ¿y no habrá más? El señor Puk hojea rabiosamente todos los volúmenes de su biblioteca y encuentra una docena de billetes falsos.
—¿No habrá también monedas falsas rodando por la casa? Tengo que mirar.
Como ya se ha dicho, es una persona muy sensible. No le deja dormir la idea de que en un rincón cualquiera del palacio, en una teja, en un taburete, pegada a una puerta o a un muro, haya una moneda falsa.
Y así empieza a deshacer toda la casa, en busca de las monedas falsas. Empieza por el tejado y va hacia abajo, un piso tras otro, y cuando encuentra una moneda falsa se pone a gritar: —La reconozco, me la dio aquel bribón, el Tal de Cual...
Conoce sus monedas una a una. Hay poquísimas falsas porque siempre se ha fijado mucho en el dinero, pero cualquiera puede tener un momento de distracción.
Así que ha desmontado toda la casa, pedazo a pedazo. Allí está, en medio, del desierto, sentado encima de un montón de ruinas de plata, oro y papel del Banco de Italia. Ya no tiene ganas de reconstruir la casa desde el principio. Tampoco le apetece abandonar el montón. Se queda allí arriba, furioso. Y de estar siempre encima de su montón de monedas se va haciendo cada vez más pequeño. También él se convierte en una moneda. Se convierte en una moneda falsa. De forma que cuando la gente viene a apoderarse de todo aquel dinero, a él le tiran en medio del desierto.


El final del autor


El primer final hace reír, pero es absurdo. El segundo estaría bien, pero es increíble: ese señor Puk no era un tipo como para conmoverse por las desgracias de los demás. Prefiero el tercer final, aunque es un poco melancólico.

La gota de agua
Hans Christian Andersen
Seguramente sabes lo que es un cristal de aumento, una lente circular que hace las cosas cien veces mayores de lo que son. Cuando se coge y se coloca delante de los ojos, y se contempla a su través una gota de agua de la balsa de allá fuera, se ven más de mil animales maravillosos que, de otro modo, pasan inadvertidos; y, sin embargo, están allí, no cabe duda. Se diría casi un plato lleno de cangrejos que saltan en revoltijo. Son muy voraces, se arrancan unos a otros brazos y patas, muslos y nalgas, y, no obstante, están alegres y satisfechos a su manera.
Pues he aquí que vivía en otro tiempo un anciano a quien todos llamaban Crible-Crable, pues tal era su nombre. Quería siempre hacerse con lo mejor de todas las cosas, y si no se lo daban, se lo tomaba por arte de magia. Así, peligraba cuanto estaba a su alcance.
El viejo estaba sentado un día con un cristal de aumento ante los ojos, examinando una gota de agua que había extraído de un charco del foso. ¡Dios mío, que hormiguero! Un sinfín de animalitos yendo de un lado para otro, y venga saltar y brincar, venga zamarrearse y devorarse mutuamente.
-¡Qué asco! -exclamó el viejo Crible-Crable-. ¿No habrá modo de obligarlos a vivir en paz y quietud, y de hacer que cada uno se cuide de sus cosas?
Y piensa que te piensa, pero como no encontraba la solución, tuvo que acudir a la brujería.
-Hay que darles color, para poder verlos más bien -dijo, y les vertió encima una gota de un líquido parecido a vino tinto, pero que en realidad era sangre de hechicera de la mejor clase, de la de a seis peniques. Y todos los animalitos quedaron teñidos de rosa; parecía una ciudad llena de salvajes desnudos.
-¿Qué tienes ahí? -le preguntó otro viejo brujo que no tenía nombre, y esto era precisamente lo bueno de él.
-Si adivinas lo que es -respondió Crible-Crable-, te lo regalo; pero no es tan fácil acertarlo, si no se sabe.
El brujo innominado miró por la lupa y vio efectivamente una cosa comparable a una ciudad donde toda la gente corría desnuda. Era horrible, pero más horrible era aún ver cómo todos se empujaban y golpeaban, se pellizcaban y arañaban, mordían y desgreñaban. El que estaba arriba quería irse abajo, y viceversa.
-¡Fíjate, fíjate!, su pata es más larga que la mía. ¡Paf! ¡Fuera con ella! Ahí va uno que tiene un chichón detrás de la oreja, un chichoncito insignificante, pero le duele, y todavía le va a doler más.
Y se echaban sobre él, y lo agarraban, y acababan comiéndoselo por culpa del chichón. Otro permanecía quieto, pacífico como una doncellita; sólo pedía tranquilidad y paz. Pero la doncellita no pudo quedarse en su rincón: tuvo que salir, la agarraron y, en un momento, estuvo descuartizada y devorada.
-¡Es muy divertido! -dijo el brujo.
-Sí, pero ¿qué crees que es? -preguntó Crible-Crable-. ¿Eres capaz de adivinarlo?
-Toma, pues es muy fácil -respondió el otro-. Es Copenhague o cualquiera otra gran ciudad, todas son iguales. Es una gran ciudad, la que sea.
-¡Es agua del charco! -contestó Crible-Crable.
FIN

La hucha

Hans Christian Andersen

El cuarto de los niños estaba lleno de juguetes. En lo más alto del armario estaba la hucha; era de arcilla y tenía figura de cerdo, con una rendija en la espalda, naturalmente, rendija que habían agrandado con un cuchillo para que pudiesen introducirse escudos de plata; y contenía ya dos de ellos, amén de muchos chelines. El cerdito-hucha estaba tan lleno, que al agitarlo ya no sonaba, lo cual es lo máximo que a una hucha puede pedirse. Allí se estaba, en lo alto del armario, elevado y digno, mirando altanero todo lo que quedaba por debajo de él; bien sabía que con lo que llevaba en la barriga habría podido comprar todo el resto, y a eso se le llama estar seguro de sí mismo.
Lo mismo pensaban los restantes objetos, aunque se lo callaban; pues no faltaban temas de conversación. El cajón de la cómoda, medio abierto, permitía ver una gran muñeca, más bien vieja y con el cuello remachado. Mirando al exterior, dijo:
-Ahora jugaremos a personas, que siempre es divertido.
-¡El alboroto que se armó! Hasta los cuadros se volvieron de cara a la pared -pues bien sabían que tenían un reverso-, pero no es que tuvieran nada que objetar.
Era medianoche, la luz de la luna entraba por la ventana, iluminando gratis la habitación. Era el momento de empezar el juego; todos fueron invitados, incluso el cochecito de los niños, a pesar de que contaba entre los juguetes más bastos.
-Cada uno tiene su mérito propio -dijo el cochecito-. No todos podemos ser nobles. Alguien tiene que hacer el trabajo, como suele decirse.
El cerdo-hucha fue el único que recibió una invitación escrita; estaba demasiado alto para suponer que oiría la invitación oral. No contestó si pensaba o no acudir, y de hecho no acudió. Si tenía que tomar parte en la fiesta, lo haría desde su propio lugar. Que los demás obraran en consecuencia; y así lo hicieron.
El pequeño teatro de títeres fue colocado de forma que el cerdo lo viera de frente; empezarían con una representación teatral, luego habría un té y debate general; pero comenzaron con el debate; el caballo-columpio habló de ejercicios y de pura sangre, el cochecito lo hizo de trenes y vapores, cosas todas que estaban dentro de sus respectivas especialidades, y de las que podían disertar con conocimiento de causa. El reloj de pared habló de los tiquismiquis de la política. Sabía la hora que había dado la campana, aun cuando alguien afirmaba que nunca andaba bien. El bastón de bambú se hallaba también presente, orgulloso de su virola de latón y de su pomo de plata, pues iba acorazado por los dos extremos. Sobre el sofá yacían dos almohadones bordados, muy monos y con muchos pajarillos en la cabeza. La comedia podía empezar, pues.
Se sentaron todos los espectadores, y se les dijo que podían chasquear, crujir y repiquetear, según les viniera en gana, para mostrar su regocijo. Pero el látigo dijo que él no chasqueaba por los viejos, sino únicamente por los jóvenes y sin compromiso.
-Pues yo lo hago por todos -replicó el petardo.
-Bueno, en un sitio u otro hay que estar -opinó la escupidera.
Tales eran, pues, los pensamientos de cada cual, mientras presenciaba la función. No es que ésta valiera gran cosa, pero los actores actuaban bien, todos volvían el lado pintado hacia los espectadores, pues estaban construidos para mirarlos sólo por aquel lado, y no por el opuesto. Trabajaron estupendamente, siempre en primer plano de la escena; tal vez el hilo resultaba demasiado largo, pero así se veían mejor. La muñeca remachada se emocionó tanto, que se le soltó el remache, y en cuanto al cerdo-hucha, se impresionó también a su manera, por lo que pensó hacer algo en favor de uno de los artistas; decidió acordarse de él en su testamento y disponer que, cuando llegase su hora, fuese enterrado con él en el panteón de la familia.
Se divertían tanto con la comedia, que se renunció al té, contentándose con el debate. Esto es lo que ellos llamaban jugar a «hombres y mujeres», y no había en ello ninguna malicia, pues era sólo un juego. Cada cual pensaba en sí mismo y en lo que debía pensar el cerdo; éste fue el que estuvo cavilando por más tiempo, pues reflexionaba sobre su testamento y su entierro, que, por muy lejano que estuviesen, siempre llegarían demasiado pronto. Y, de repente, ¡cataplum!, se cayó del armario y se hizo mil pedazos en el suelo, mientras los chelines saltaban y bailaban, las piezas menores gruñían, las grandes rodaban por el piso, y un escudo de plata se empeñaba en salir a correr mundo. Y salió, lo mismo que los demás, en tanto que los cascos de la hucha iban a parar a la basura; pero ya al día siguiente había en el armario una nueva hucha, también en figura de cerdo. No tenía aún ni un chelín en la barriga, por lo que no podía matraquear, en lo cual se parecía a su antecesora; todo es comenzar, y con este comienzo pondremos punto final al cuento.

La Musa del nuevo siglo
Hans Christian Anderson
¿Cuándo se revelará la Musa del nuevo siglo, tal como la conocerán los hijos de nuestros nietos, o quizá la generación que les siga, pero no nosotros? ¿Qué aspecto tendrá? ¿Qué cantará? ¿Qué cuerdas del alma hará vibrar? ¿A qué altura levantará su época?
Cuántas preguntas en nuestro atareado tiempo, en que la Poesía es casi un estorbo y sabemos de manera cierta que muchas cosas «inmortales» escritas por los poetas actuales sólo existirán en lo futuro reproducidas al carbón en los muros de algunas cárceles, y serán leídas por contados curiosos.
Pero la Poesía debe intervenir; por lo menos ayudar a cargar el fusil en las luchas de partidos, en las que corre la sangre o la tinta.
Ésta es una opinión parcial, dicen algunos; en nuestro tiempo, la Poesía no está olvidada ni mucho menos.
No; todavía hay personas que en su «lunes azul» se sienten atraídas por ella, y entonces, al experimentar este prurito en las partes más nobles de su ser, envían un criado a la librería a comprarles cuatro chelines de poesía, con recado de que les sirvan la más recomendada. Algunos se contentan con la que reciben de regalo, o se dan por satisfechos con la lectura de un trozo de bolsa de la tienda. Es mucho más barato, y en nuestra ajetreada época hay que pensar en la economía. Sólo es necesario lo positivo, conservar lo que tenemos, y con esto basta. La poesía futurista, como la música del porvenir, son quijotismos; es como proyectar viajes de descubrimiento al planeta Urano.
El tiempo es demasiado breve y valioso para gastarlo en fantasías. Pongámonos en razón: ¿qué es Poesía? Estas explosiones de la mente y la sensibilidad no son sino expansiones y vibraciones de los nervios. El entusiasmo, la alegría, el dolor, incluso la ambición material, son, según los sabios, vibraciones nerviosas. Todos somos instrumentos de cuerda. Pero, ¿quién toca estos instrumentos? ¿Quién los hace vibrar y estremecerse? El espíritu, el espíritu invisible de la divinidad, que se manifiesta por sus sentimientos y pensamientos, y que es comprendido por los demás instrumentos, los cuales funden con ellos sus propias notas, y suenan en fuertes disonancias y contrastes. Así fue y así sigue siendo en el gran progreso que la Humanidad hace en su conciencia de libertad.
Cada siglo, o también cabría decir cada milenio, tiene su punto culminante de expresión poética; nacida dentro de su propio período, se ve destacar y dominar desde el nuevo que empieza.
Así pues, en nuestra época atareada, dominada por el estrépito de las máquinas, ha nacido ya la Musa del nuevo siglo. ¡Vaya a ella nuestro saludo! Que ella la oiga o la lea algún día, tal vez en aquellos garabatos al carbón de que hablamos antes.
Los cercos de su cuna alcanzan desde el punto extremo pisado por el pie humano en los viajes al Polo, hasta donde el ojo viviente penetra en el «negro saco de carbón» del cielo polar. El trepidar de las máquinas, el silbar de las locomotoras, la voladura de rocas materiales y de viejos prejuicios espirituales, nos ha ensordecido, ahogando con su estrépito sus primeros vagidos.
Ha nacido en nuestra gran fábrica de hoy, donde el vapor emplea su fuerza, donde el «maestro sin sangre» y sus operarios se afanan día y noche.
Posee el gran corazón amoroso de la mujer, con la llama de la vestal y el fuego de la pasión. Recibió el rayo de la inteligencia en todos los colores del prisma, cambiantes al correr de los milenios y apreciarlos según la moda. Su magnificencia y su fuerza es el poderoso plumaje de cisne de la fantasía, tejido por la Ciencia, impulsado por «las fuerzas elementales».
Es hija del pueblo por línea paterna, sana en sus sentidos y pensamientos, grave de mirada, con el humor en los labios. Su madre es hija de emigrantes, de alta cuna y educada según las normas académicas, mecida en los dorados recuerdos del rococó. La Musa del nuevo siglo lleva en sí sangre y alma de los dos.
Sus padrinos depositaron en su cuna magnífico presente. A modo de golosinas, esparcieron sobre ella, en cantidades enormes, los ocultos enigmas de la Naturaleza, cada uno con su solución. La campana del buzo vertió sus maravillosos juguetes sacados del fondo del mar. El mapa del cielo, este tranquilo océano suspendido con sus miríadas de islas, cada una un mundo, fue colocado como un manto en su cuna; el sol pinta sus imágenes; la fotografía le regala juguetes. La nodriza le ha cantado canciones acerca de Eyvind Skaldespiller y de Firdusi, de los trovadores y de lo que Heine, en su orgullo juvenil, le cantó con su auténtica alma de poeta. Muchas cosas, demasiadas, le ha cantado la nodriza. Conoce los Eddas, las leyendas horribles de los antepasados, en que las maldiciones se precipitan con sangrientos aletazos. Se ha tragado en un cuarto de hora las «Mil y una noches» del Oriente.
La Musa del nuevo siglo es aún niña, y, sin embargo, ha saltado de la cuna, es voluntariosa sin saber lo que quiere.
Juega todavía en el espacioso cuarto del ama, donde abundan los tesoros artísticos del barroco. La tragedia griega y la comedia romana están allí cinceladas en mármol; las canciones populares de las naciones cuelgan de las paredes como plantas secas: un beso, y se hinchan, frescas y perfumadas. Mécenla los acordes eternos de Beethoven, Gluck, Mozart, y los pensamientos de todos los grandes maestros expresados en notas. Al borde están todos aquellos libros que en su tiempo fueron inmortales, y aún queda espacio para muchos otros, cuyos nombres resonarán a través del hilo telegráfico de la inmortalidad y que, sin embargo, morirán con el telegrama.
Ha leído enormemente, demasiado; ha nacido en nuestro tiempo; muchísimo habrá de ser olvidado, y la musa aprenderá a olvidar.
No piensa en su canto, que vivirá en un nuevo milenio, como viven los libros de Moisés y las doradas fábulas de Bidpai sobre la astucia y la suerte de la zorra. No piensa aún en su mensaje, en su vibrante futuro; sigue jugando mientras la lucha de las naciones, que sacude el aire, da figuras sonoras de plumas y cañones sin orden ni concierto, runas de difícil interpretación.
Lleva un gorro garibaldino, de vez en cuando lee su Shakespeare, y por un momento piensa que tal vez lo representen aun cuando ella sea mayor. Que Calderón repose en el sarcófago de sus obras con la leyenda de su fama. A Holberg -pues la Musa es cosmopolita-, lo tiene encuadernado en un tomo con Molière, Plauto y Aristófanes, pero lee sobre todo a Molière.
No tiene la inquietud que da alas a los gamos de los Alpes, y, no obstante, su alma busca la sal de la vida como los gamos buscan la de la montaña. Hay en su corazón una placidez como la de los hebreos de las leyendas antiguas, esta voz de los nómadas en las verdes llanuras durante las silenciosas noches estrelladas, y, sin embargo, en su canto late el corazón con más fuerza que el del exaltado guerrero heleno de las montañas de Tesalia.
¿Y qué hay del Cristianismo?
Ha aprendido la tabla grande y la pequeña de la Filosofía; las materias primeras le han roto uno de los dientes de leche, pero le han salido otros. Y en la cuna mordió en la fruta del conocimiento, la comió y adquirió inteligencia; y su «inmortalidad» fulguró como el pensamiento más genial de la Humanidad.
¿Cuándo brotará el nuevo siglo de la Poesía? ¿Cuándo se dará a conocer su Musa? ¿Cuándo se oirá?
Una bella mañana de primavera llegará montada en el dragón de la locomotora, avanzando a través de túneles y viaductos, o navegando por el anchuroso mar sobre el lomo del delfín, o por los aires en el ave de Montgolfier, y se posará sobre el suelo, desde el que su voz divina saludará a la familia humana. ¿Dónde? ¿Desde el mundo descubierto por Colón, la tierra de libertad donde los indígenas se convirtieron en piezas de caza y los africanos en bestias de trabajo? ¿De la tierra que nos ha enviado la canción de «Hiawatha»?. ¿Del continente de los antípodas, donde nuestro día es noche y donde cisnes negros cantan en los bosques de mimosas? ¿O del país donde las columnas de Memnon resonaron y siguen resonando, sin que hayamos comprendido el canto de la esfinge del desierto? ¿De la isla del carbón de piedra, donde Shakespeare domina desde el tiempo de Isabel? ¿De la patria de Tycho Brahe, que nada quiso saber de él, o de la tierra aventuresca de California, donde el árbol de Wellington alza su copa como rey de los bosques del mundo?
¿Cuándo brillará la estrella, la estrella en la frente de la Musa, la flor en cuyos pétalos esté escrita en forma, color y fragancia, la expresión de la belleza de este siglo?
-¿Qué programa trae la Musa nueva? -preguntan nuestros expertos diputados en la Dieta-. ¿Qué quiere?
Mejor es que preguntéis qué no quiere.
No quiere presentarse como un fantasma de tiempos pasados. No quiere recomponer obras dramáticas con éxitos teatrales ya olvidados, ni disimular con deslumbrantes ropajes líricos los fallos de la arquitectura teatral. Su vuelo será desde el carro de Tespis hacia el anfiteatro de mármol. No hará pedazos el sano discurso de los hombres, volviendo a pegarlos para formar un juego artificioso de címbalos chinos, con las resonancias halagadoras de los torneos trovadorescos. No quiere entronizar el verso como gentilhombre y constituir la prosa en personaje burgués. Juntos están y a igual altura en sonoridad, plenitud y vigor. No quiere esculpir los antiguos dioses en los bloques de las sagas de Islandia. Están muertos; la nueva época no siente por ellos simpatía ni afinidad. No quiere invitar a sus contemporáneos a alojar sus pensamientos en las tabernas de la novela francesa. No quiere aturdir con el cloroformo de las historias cotidianas. Un elixir de vida es lo que quiere traer. Su canto en versos y en prosa será breve, claro y rico. Cada latido del corazón de los pueblos es sólo una letra en el gran alfabeto del proceso evolutivo, pero acoge cada letra con el mismo amor, las reúne formando palabras y junta éstas en rimas, con las cuales compone un himno a lo presente.
¿Y cuándo llegará esta época a su plenitud?
Para nosotros, para los que estamos rezagados, tardará mucho, pero muy poco para los que nos avancen en su vuelo.
Pronto caerá la muralla china. Los ferrocarriles de Europa llegarán al cerrado archivo de las culturas asiáticas, las dos corrientes culturales se encontrarán. Retumbará tal vez la cascada con su rumor profundo, los viejos del presente temblaremos a sus fuertes acordes, sintiendo en ellos un Ragnarok, el derrumbamiento de los antiguos dioses; olvidaremos que acá abajo los tiempos y los pueblos deben desaparecer, y sólo una pequeña imagen de cada uno, encerrada en la cápsula de la palabra, flotará como flor de loto en el río de la eternidad y nos dirá que todos son y fueron carne de nuestra carne, aunque en ropajes distintos. La imagen de los judíos irradia de la Biblia, la de los griegos lo hace de la Ilíada y la Odisea. ¿Y la nuestra...? Pregúntalo a la Musa del nuevo siglo, en el Ragnarok, cuándo el nuevo Gimle se levantará transfigurado e inteligible.
¡Que todo el poder del vapor, todo el peso de lo presente no sean sino palancas! El «maestro sin sangre» y sus operarios, que parecen los amos poderosos de nuestra época, no son sino criados, esclavos negros que adornan la sala de fiestas, aportan tesoros, ponen las mesas para el gran banquete donde la Musa, con la inocencia del niño y el entusiasmo de la doncella, con la serenidad y la ciencia de la matrona, alzará la lámpara maravillosa de la Poesía, este corazón humano, rico y pleno con su llama divina.
¡Bienvenida, Musa de la Poesía, al nuevo siglo! Nuestro saludo se eleva y será oído como lo es el himno de gracias del gusano, el gusano que es triturado por las rejas del arado mientras brilla una nueva primavera y el arado abre surcos, destrozándonos a nosotros, los gusanos, a fin de que la cosecha bendita pueda crecer para la nueva generación que viene.
¡Salud, Musa del nuevo siglo!

La Reina de las Nieves
(Historia en siete episodios)
[Cuento infantil. Texto completo.]
Hans Christian Andersen

PRIMER EPISODIO
Trata del espejo y del trozo de espejo
Atención, que vamos a empezar. Cuando hayamos llegado al final de esta parte sabremos más que ahora; pues esta historia trata de un duende perverso, uno de los peores, ¡como que era el diablo en persona! Un día estaba de muy buen humor, pues había construido un espejo dotado de una curiosa propiedad: todo lo bueno y lo bello que en él se reflejaba se encogía hasta casi desaparecer, mientras que lo inútil y feo destacaba y aún se intensificaba. Los paisajes más hermosos aparecían en él como espinacas hervidas, y las personas más virtuosas resultaban repugnantes o se veían en posición invertida, sin tronco y con las caras tan contorsionadas, que era imposible reconocerlas; y si uno tenía una peca, podía tener la certeza de que se le extendería por la boca y la nariz. Era muy divertido, decía el diablo. Si un pensamiento bueno y piadoso pasaba por la mente de una persona, en el espejo se reflejaba una risa sardónica, y el diablo se retorcía de puro regocijo por su ingeniosa invención. Cuantos asistían a su escuela de brujería -pues mantenía una escuela para duendes- contaron en todas partes que había ocurrido un milagro; desde aquel día, afirmaban, podía verse cómo son en realidad el mundo y los hombres. Dieron la vuelta al Globo con el espejo, y, finalmente, no quedó ya un solo país ni una sola persona que no hubiese aparecido desfigurada en él. Luego quisieron subir al mismo cielo, deseosos de reírse a costa de los ángeles y de Dios Nuestro Señor. Cuanto más se elevaban con su espejo, tanto más se reía éste sarcásticamente, hasta tal punto que a duras penas podían sujetarlo. Siguieron volando y acercándose a Dios y a los ángeles, y he aquí que el espejo tuvo tal acceso de risa, que se soltó de sus manos y cayó a la Tierra, donde quedó roto en cien millones, qué digo, en billones de fragmentos y aún más. Y justamente entonces causó más trastornos que antes, pues algunos de los pedazos, del tamaño de un grano de arena, dieron la vuelta al mundo, deteniéndose en los sitios donde veían gente, la cual se reflejaba en ellos completamente contrahecha, o bien se limitaban a reproducir sólo lo irregular de una cosa, pues cada uno de los minúsculos fragmentos conservaba la misma virtud que el espejo entero. A algunas personas, uno de aquellos pedacitos llegó a metérseles en el corazón, y el resultado fue horrible, pues el corazón se les volvió como un trozo de hielo. Varios pedazos eran del tamaño suficiente para servir de cristales de ventana; pero era muy desagradable mirar a los amigos a través de ellos. Otros fragmentos se emplearon para montar anteojos, y cuando las personas se calaban estos lentes para ver bien y con justicia, huelga decir lo que pasaba. El diablo se reía a reventar, divirtiéndose de lo lindo. Pero algunos pedazos diminutos volaron más lejos. Ahora vas a oírlo.
SEGUNDO EPISODIO
Un niño y una niña
En la gran ciudad, donde viven tantas personas y se alzan tantas casas que no queda sitio para que todos tengan un jardincito -por lo que la mayoría han de contentarse con cultivar flores en macetas-, había dos niños pobres que tenían un jardín un poquito más grande que un tiesto. No eran hermano y hermana, pero se querían como si lo fueran. Los padres vivían en las buhardillas de dos casas contiguas. En el punto donde se tocaban los tejados de las casas, y el canalón corría entre ellos, se abría una ventanita en cada uno de los edificios; bastaba con cruzar el canalón para pasar de una a otra de las ventanas.
Los padres de los dos niños tenían al exterior dos grandes cajones de madera, en los que plantaban hortalizas para la cocina; en cada uno crecía un pequeño rosal, y muy hermoso por cierto. He aquí que a los padres se les ocurrió la idea de colocar los cajones de través sobre el canalón, de modo que alcanzasen de una a otra ventana, con lo que parecían dos paredes de flores. Zarcillos de guisantes colgaban de los cajones, y los rosales habían echado largas ramas, que se curvaban al encuentro una de otra; era una especie de arco de triunfo de verdor y de flores. Como los cajones eran muy altos, y los niños sabían que no debían subirse a ellos, a menudo se les daba permiso para visitarse; entonces, sentados en sus taburetes bajo las rosas, jugaban en buena paz y armonía.
En invierno, aquel placer se interrumpía. Con frecuencia, las ventanas estaban completamente heladas. Entonces los chiquillos calentaban a la estufa monedas de cobre, y, aplicándolas contra el hielo que cubría al cristal, despejaban en él una mirilla, detrás de la cual asomaba un ojo cariñoso y dulce, uno en cada ventana; eran los del niño y de la niña; él se llamaba Carlos, y ella, Margarita. En verano era fácil pasar de un salto a la casa del otro, pero en invierno había que bajar y subir muchas escaleras, y además nevaba copiosamente en la calle. Es un enjambre de abejas blancas - decía la abuela, que era muy viejecita.
-¿Tienen también una reina? -preguntó un día el chiquillo, pues sabía que las abejas de verdad la tienen.
-¡Claro que sí! -respondió la abuela-. Vuela en el centro del enjambre, con las más grandes, y nunca se posa en el suelo, sino que se vuelve volando a la negra nube. Algunas noches de invierno vuela por las calles de la ciudad y mira al interior de las ventanas, y entonces éstas se hielan de una manera extraña, cubriéndose como de flores.
-¡Sí, ya lo he visto! -exclamaron los niños a dúo; y entonces supieron que aquello era verdad.
-¿Y podría entrar aquí la reina de las nieves? -preguntó la muchachita.
-Déjala que entre -dijo el pequeño-. La pondré sobre la estufa y se derretirá.
Pero la abuela le acarició el cabello y se puso a contar otras historias.
Aquella noche, estando Carlitos en su casa medio desnudo, se subió a la silla que había junto a la ventana y miró por el agujerito. Fuera caían algunos copos de nieve, y uno de ellos, el mayor, se posó sobre el borde de uno de los cajones de flores; fue creciendo y creciendo, y se transformó, finalmente, en una doncella vestida con un exquisito velo blanco hecho como de millones de copos en forma de estrella. Era hermosa y distinguida, pero de hielo, de un hielo cegador y centelleante, y, sin embargo, estaba viva; sus ojos brillaban como límpidas estrellas, pero no había paz y reposo en ellos. Hizo un gesto con la cabeza y una seña con la mano. El niño, asustado, saltó al suelo de un brinco; en aquel momento pareció como si delante de la ventana pasara volando un gran pájaro. Fue una sensación casi real.
Al día siguiente hubo helada con el cielo sereno, y luego vino el deshielo; después apareció la primavera. Lució el sol, brotaron las plantas, las golondrinas empezaron a construir sus nidos; se abrieron las ventanas, y los niños pudieron volver a su jardincito del canalón, encima de todos los pisos de las casas.
En verano, las rosas florecieron con todo su esplendor. La niña había aprendido una canción que hablaba de rosas, y en ella pensaba al mirar las suyas; y la cantó a su compañero, el cual cantó con ella:
«Florecen en el valle las rosas,
Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas».
Y los pequeños, cogidos de las manos, besaron las rosas y, dirigiendo la mirada a la clara luz del sol divino, le hablaron como si fuese el Niño Jesús. ¡Qué días tan hermosos! ¡Qué bello era todo allá fuera, junto a los lozanos rosales que parecían dispuestos a seguir floreciendo eternamente!
Carlos y Margarita, sentados, miraban un libro de estampas en que se representaban animales y pajarillos, y entonces -el reloj acababa de dar las cinco en el gran campanario- dijo Carlos:
-¡Ay, qué pinchazo en el corazón! ¡Y algo me ha entrado en el ojo!
La niña le rodeó el cuello con el brazo, y él parpadeaba, pero no se veía nada.
-Creo que ya salió -dijo; pero no había salido. Era uno de aquellos granitos de cristal desprendidos del espejo, el espejo embrujado. Bien se acuerdan de él, de aquel horrible cristal que volvía pequeño y feo todo lo grande y bueno que en él se reflejaba, mientras hacía resaltar todo lo malo y ponía de relieve todos los defectos de las cosas. Pues al pobre Carlitos le había entrado uno de sus trocitos en el corazón. ¡Qué poco tardaría éste en volvérsela como un témpano de hielo! Ya no le dolía, pero allí estaba.
-¿Por qué lloras? -preguntó el niño-. ¡Qué fea te pones! No ha sido nada. ¡Uf! -exclamó de pronto-, ¡aquella rosa está agusanada! Y mira cómo está tumbada. No valen nada, bien mirado. ¡Qué quieres que salga de este cajón! -y pegando una patada al cajón, arrancó las dos rosas.
-Carlos, ¿qué haces? -exclamó la niña; y al darse él cuenta de su espanto, arrancó una tercera flor, se fue corriendo a su ventana y huyó de la cariñosa Margarita.
Al comparecer ella más tarde con el libro de estampas, le dijo Carlos que aquello era para niños de pecho; y cada vez que abuelita contaba historias, salía él con alguna tontería. Siempre que podía, se situaba detrás de ella, y, calándose unas gafas, se ponía a imitarla; lo hacía con mucha gracia, y todos los presentes se reían. Pronto supo remedar los andares y los modos de hablar de las personas que pasaban por la calle, y todo lo que tenían de peculiar y de feo. Y la gente exclamaba: -¡Tiene una cabeza extraordinaria este chiquillo -. Pero todo venía del cristal que por el ojo se le había metido en el corazón; esto explica que se burlase incluso de la pequeña Margarita, que tanto lo quería.
Sus juegos eran ahora totalmente distintos de los de antes; eran muy juiciosos. En invierno, un día de nevada, se presentó con una gran lupa, y sacando al exterior el extremo de su chaqueta, dejó que se depositasen en ella los copos de nieve.
-Mira por la lente, Margarita -dijo; y cada copo se veía mucho mayor, y tenía la forma de una magnífica flor o de una estrella de diez puntas; daba gusto mirarlo.
-¡Fíjate qué arte! -observó Carlos-. Es mucho más interesante que las flores de verdad; aquí no hay ningún defecto, son completamente regulares. ¡Si no fuera porque se funden!
Poco más tarde, el niño, con guantes y su gran trineo a la espalda, dijo al oído de Margarita:
-Me han dado permiso para ir a la plaza a jugar con los otros niños -y se marchó.
En la plaza no era raro que los chiquillos más atrevidos atasen sus trineos a los coches de los campesinos, y de esta manera paseaban un buen trecho arrastrados por ellos. Era muy divertido. Cuando estaban en lo mejor del juego, llegó un gran trineo pintado de blanco, ocupado por un personaje envuelto en una piel blanca y tocado con un gorro, blanco también. El trineo dio dos vueltas a la plaza, y Carlos corrió a atarle el suyo, dejándose arrastrar. El trineo desconocido corría a velocidad creciente, y se internó en la calle más próxima; el conductor volvió la cabeza e hizo una seña amistosa a Carlos, como si ya lo conociese. Cada vez que Carlos trataba de soltarse, el conductor le hacía un signo con la cabeza, y el pequeño se quedaba sentado. Al fin salieron de la ciudad, y la nieve empezó a caer tan copiosamente, que el chiquillo no veía siquiera la mano cuando se la ponía delante de los ojos; pero la carrera continuaba. Él soltó rápidamente la cuerda para desatarse del trineo grande pero de nada le sirvió; su pequeño vehículo seguía sujeto, y corrían con la velocidad del viento. Se puso a gritar, pero nadie lo oyó; continuaba nevando intensamente, y el trineo volaba, pegando de vez en cuando violentos saltos, como si salvase fosos y setos. Carlos estaba aterrorizado; quería rezar el Padrenuestro, pero sólo acudía a su memoria la tabla de multiplicar.
Los copos de nieve eran cada vez mayores, hasta que, al fin, parecían grandes pollos blancos. De repente dieron un salto a un lado, el trineo se detuvo, y la persona que lo conducía se incorporó en el asiento. La piel y el gorro eran de pura nieve, y ante los ojos del chiquillo se presentó una señora alta y esbelta, de un blanco resplandeciente. Era la Reina de las Nieves.
-Hemos corrido mucho –dijo-, pero, ¡qué frío! Métete en mi piel de oso.
Prosiguió, y lo sentó junto a ella en su trineo y lo envolvió en la piel. A él le pareció que se hundía en un torbellino de nieve.
-¿Todavía tienes frío? –le preguntó la señora, besándolo en la frente. ¡Oh, sus labios eran peor que el hielo, y el beso se le entró en el corazón, que ya de suyo estaba medio helado! Tuvo la sensación de que iba a morir, pero no duró más que un instante; luego se sintió perfectamente, y dejó de notar el frío.
«¡Mi trineo! ¡No olvides mi trineo!», pensó él de pronto; pero estaba atado a uno de los pollos blancos, el cual echo a volar detrás de ellos con el trineo a la espalda. La Reina de las Nieves dio otro beso a Carlos, y Margarita, la abuela y todos los demás se borraron de su memoria.
-No te volveré a besar -dijo ella-, pues de lo contrario te mataría.
Carlos la miró; era muy hermosa; no habría podido imaginar un rostro más inteligente y atractivo. Ya no le parecía de hielo, como antes, cuando le había estado haciendo señas a través de la ventana. A los ojos del niño era perfecta, y no le inspiraba temor alguno. Le contó que sabía hacer cálculo mental, hasta con quebrados; que sabía cuántas millas cuadradas y cuántos habitantes tenía el país. Ella lo escuchaba sonriendo, y Carlos empezó a pensar que tal vez no sabía aún bastante. Y levantó los ojos al firmamento, y ella emprendió el vuelo con él, hacia la negra nube, entre el estrépito de la tempestad; el niño se acordó de una vieja canción. Pasaron volando por encima de ciudades y lagos, de mares y países; debajo de ellos aullaban el gélido viento y los lobos, y centelleaba la nieve; y encima volaban las negras y ruidosas cornejas; pero en lo más alto del cielo brillaba, grande y blanca, la luna, y Carlos la estuvo contemplando durante toda la larga noche. Al amanecer se quedó dormido a los pies de la Reina de las Nieves.
TERCER EPISODIO
El jardín de la hechicera
Pero, ¿qué hacía Margarita, al ver que Carlos no regresaba? ¿Dónde estaría el niño? Nadie lo sabía, nadie pudo darle noticias. Los chicos de la calle contaban que lo habían visto atar su trineo a otro muy grande y hermoso que entró en la calle, y salió por la puerta de la ciudad. Todos ignoraban su paradero; corrieron muchas lágrimas, y también Margarita lloró copiosa y largamente. Después la gente dijo que había muerto, que se habría ahogado en el río que pasaba por las afueras de la ciudad.
¡Ah, qué días de invierno más largos y tristes! Y llegó la primavera, con su sol confortador.
-Carlos murió; ya no lo tengo -dijo la pequeña Margarita.
-No lo creo -respondió el sol.
-Está muerto y ha desaparecido -dijo la niña a las golondrinas.
-¡No lo creemos! -replicaron éstas; y al fin la propia Margarita llegó a no creerlo tampoco.
-Me pondré los zapatos colorados nuevos -dijo un día-. Los que Carlos no ha visto aún, y bajaré al río a preguntar por él.
Era aún muy temprano. Dio un beso a su abuelita, que dormía, y, calzándose los zapatos rojos, salió sola de la ciudad, en dirección al río.
-¿Es cierto que me robaste a mi compañero de juego? Te daré mis zapatos nuevos si me lo devuelves.
Y le pareció como si las ondas le hiciesen unas señas raras. Se quitó los zapatos rojos, que le gustaban con delirio, y los arrojó al río; pero cayeron junto a la orilla, y las leves ondas los devolvieron a tierra. Se habría dicho que el río no aceptaba la prenda que ella más quería, porque Carlos no estaba en él. Pero Margarita, pensando que no había echado los zapatos lo bastante lejos, se subió a un bote que flotaba entre los juncos y, avanzando hasta su extremo, arrojó nuevamente los zapatos al agua. Pero resultó que el bote no estaba amarrado y, con el movimiento producido por la niña, se alejó de la orilla. Al darse cuenta la niña, quiso saltar a tierra, pero antes que pudiera llegar a popa, la embarcación se había separado ya cosa de una vara de la ribera y seguía alejándose a velocidad creciente.
Margarita, en extremo asustada, rompió a llorar, pero nadie la oyó aparte los gorriones, los cuales, no pudiendo llevarla a tierra, se echaron a volar a lo largo de la orilla, piando como para consolarla: «¡Estamos aquí, estamos aquí!». El bote avanzaba, arrastrado por la corriente, y Margarita permanecía descalza y silenciosa; los zapatitos rojos flotaban en pos de la barca, sin poder alcanzarla, pues ésta navegaba a mayor velocidad.
Las dos orillas eran muy hermosas, con lindas flores, viejos árboles y laderas en las que pacían ovejas y vacas; pero no se veía ni un ser humano.
«Acaso el río me conduzca hasta Carlitos», pensó Margarita, y aquella idea le devolvió la alegría. Se puso en pie y estuvo muchas horas contemplando la hermosa ribera verde, hasta que llegó frente a un gran jardín plantado de cerezos, en el que se alzaba una casita con extrañas ventanas de color rojo y azul. Por lo demás, tenía el tejado de paja, y fuera había dos soldados de madera, con el fusil al hombro.
Margarita los llamó, creyendo que eran de verdad; pero como es natural, no respondieron; se acercó mucho a ellos, pues el río impelía el bote hacia la orilla.
La niña volvió a llamar más fuerte, y entonces salió de la casa una mujer muy vieja, muy vieja, que se apoyaba en una muletilla; llevaba, para protegerse del sol, un gran sombrero pintado de bellísimas flores.
-¡Pobre pequeña! -dijo la vieja-. ¿Cómo viniste a parar a este río caudaloso y rápido que te ha arrastrado tan lejos?
Y, entrando en el agua, la mujer sujetó el bote con su muletilla, tiró de él hacia tierra y ayudó a Margarita a desembarcar.
Se alegró la niña de volver a pisar tierra firme, aunque la vieja no dejaba de inspirarle cierto temor.
-Ven y cuéntame quién eres y cómo has venido a parar aquí -dijo la mujer.
Margarita se lo explicó todo, mientras la mujer no cesaba de menear la cabeza diciendo: «¡Hm, hm!». Y cuando la niña hubo terminado y preguntado a la vieja si por casualidad había visto a Carlitos, respondió ésta que no había pasado por allí, pero que seguramente vendría. No debía afligirse y sí, en cambio, probar las cerezas, y contemplar sus flores, que eran más hermosas que todos los libros de estampas, y además cada una sabía un cuento. Tomó a Margarita de la mano y entró con ella en la casa, cerrando la puerta tras de sí.
Las ventanas eran muy altas, y los cristales, de colores: rojo, azul y amarillo, por lo que la luz del día resultaba muy extraña. Sobre la mesa había un plato de exquisitas cerezas, y Margarita comió todas las que le vinieron en gana, con permiso de la dueña. Mientras comía, la vieja la peinaba con un peine de oro, y el pelo se le iba ensortijando y formando un precioso marco dorado para su carita cariñosa, redonda y rosada.
-¡Siempre he suspirado por tener una niña bonita como tú -dijo la vieja-. ¡Ya verás qué bien lo pasamos las dos juntas!
Y mientras seguía peinando el cabello de Margarita, ésta iba olvidándose de su amiguito Carlos, pues la vieja poseía el arte de hechicería, aunque no fuera una bruja perversa. Practicaba su don sólo para satisfacer algún antojo, y le habría gustado quedarse con Margarita. Por eso salió a la rosaleda y, extendiendo la muletilla hacia todos los rosales, magníficamente floridos, hizo que todos desaparecieran bajo la negra tierra, sin dejar señal ni rastro. Temía la mujer que Margarita, al ver las rosas, se acordase de las suyas y de Carlitos y escapase.
Entonces condujo a la niña al jardín. ¡Dios santo! ¡Qué fragancia y esplendor! Crecían allí todas las flores imaginables; las propias de todas las estaciones aparecían abiertas y magníficas; ningún libro de estampas podía comparársele. Margarita se puso a saltar de alegría y estuvo jugando hasta que el sol se ocultó tras los altos cerezos. Entonces fue conducida a una bonita cama, con almohada de seda roja llena de pétalos de violetas, y se durmió y soñó cosas como sólo las sueña una reina el día de su boda.
Al día siguiente volvió a jugar al sol con las flores, y de este modo transcurrieron muchos días. Margarita conocía todas las flores, y a pesar de las muchas que había, le parecía que faltaba una, sin poder precisar cuál. En una ocasión en que estaba sentada contemplando el sombrero de la vieja, que tenía pintadas tantas flores, vio también la más bella de todas: la rosa. La vieja se había olvidado de borrarla del sombrero cuando hizo desaparecer las restantes bajo tierra. Pero, ya se sabe, uno no puede estar en todo.
-Ahora que caigo en ello -exclamó Margarita-, ¿no hay rosas aquí?
Y se puso a recorrer los arriates, busca que busca, pero no había ninguna. Entonces se sentó en el suelo y rompió a llorar; sus lágrimas ardientes caían sobre un lugar donde se había hundido uno de los rosales, y cuando humedecieron el suelo, brotó de pronto el rosal, tan florido como en el momento de desaparecer, y Margarita lo abrazó, y besó sus rosas, y le volvieron a la memoria las preciosas de su casa y, con ellas, Carlitos.
-¡Ay, cómo me he entretenido! -exclamó la niña-. Yo iba en busca de Carlos. ¿No saben dónde está? -preguntó a las rosas-. ¿Creen que está vivo o que está muerto?
-Muerto no está -respondieron las rosas-. Nosotras hemos estado debajo de la tierra, donde moran todos los muertos, pero Carlos no estaba.
-Gracias -dijo Margarita, y, dirigiéndose a las otras flores, miró sus cálices y les preguntó-: ¿Saben por ventura dónde está Carlos?
Pero todas las flores tomaban el sol, ensimismadas en sus propias historias. Margarita oyó muchísimas, pero ninguna decía nada de Carlos.
¿Qué decía, pues, la azucena de fuego?
-Oye el tambor: «¡Bum, bum!». Son sólo dos notas, siempre «¡bum! ¡bum!». Escucha el plañido de las mujeres. Escucha la llamada de los sacerdotes. Envuelta en su largo manto rojo, la mujer está sobre la pira; las llamas la rodean, así como a su esposo muerto. Pero la mujer hindú piensa en el hombre vivo que está entre la multitud: en él, cuyos ojos son más ardientes que las llamas; en él, el ardor de cuyos ojos agita su corazón más que el fuego, que pronto reducirá su cuerpo a cenizas. ¿Puede la llama del corazón perecer en la llama de la hoguera?
-No comprendo una palabra de lo que dices -exclamó Margarita.
-Pues éste es mi cuento -replicó la azucena.
¿Qué dijo la campanilla?
-Más arriba del sendero de montaña se alza un antiguo castillo. La espesa siempreviva crece en torno de los vetustos muros rojos, hoja contra hoja, rodeando la terraza. Allí mora una hermosa doncella que, inclinándose sobre la balaustrada, mira constantemente al camino. No hay en el rosal una rosa más fresca que ella; ninguna flor de manzano arrancada por el viento flota más ligera que ella; el crujido de su ropaje de seda dice: «¿No viene aún?».
-¿Te refieres a Carlos? -preguntó Margarita.
-Yo hablo tan sólo de mi leyenda, de mi sueño -respondió la campanilla.
¿Qué dice el rompenieves?
-Entre unos árboles hay una larga tabla, colgada de unas cuerdas; es un columpio. Dos lindas chiquillas -sus vestidos son blancos como la nieve, y en sus sombreros flotan largas cintas de seda verde- se balancean sentadas en él. Su hermano, que es mayor, está también en el columpio, de pie, rodeando la cuerda con un brazo para sostenerse, pues tiene en una mano una escudilla, y en la otra, una paja, y está soplando pompas de jabón. El columpio no para, y las pompas vuelan, con bellas irisaciones; la última está aún adherida al canutillo y se tuerce al impulso del viento, pues el columpio sigue oscilando. Un perrito negro, ligero como las pompas de jabón, se levanta sobre las patas traseras; también él quería subir al columpio. Pasa volando el columpio, y el perro cae, ladrando furioso, y las pompas estallan. Un columpio, una esferita de espuma que revienta; ¡ésta es mi canción!
-Acaso sea bonito eso que cuentas, pero lo dices de modo tan triste, y además no hablas de Carlitos.
¿Qué decían los jacintos?
-Éranse tres bellas hermanas, exquisitas y transparentes. El vestido de una era rojo; el de la segunda, azul, y el de la tercera, blanco. Cogidas de la mano bailaban al borde del lago tranquilo, a la suave luz de la luna. No eran elfos, sino seres humanos. El aire estaba impregnado de dulce fragancia, y las doncellas desaparecieron en el bosque. La fragancia se hizo más intensa; tres féretros, que contenían a las hermosas muchachas, salieron de la espesura de la selva, flotando por encima del lago, rodeados de luciérnagas, que los acompañaban volando e iluminándolos con sus lucecitas tenues. ¿Duermen acaso las doncellas danzarinas, o están muertas? El perfume de las flores dice que han muerto; la campana vespertina llama al oficio de difuntos.
-¡Qué tristeza me causas! -dijo Margarita-. ¡Tu perfume es tan intenso! No puedo dejar de pensar en las doncellas muertas. ¡Ay!, ¿estará muerto Carlitos? Las rosas estuvieron debajo de la tierra y dijeron que no.
-¡Cling, clang! -sonaban los cálices de los jacintos-. No doblamos por Carlitos, no lo conocemos. Cantamos nuestra propia pena, la única que conocemos.
Y Margarita pasó al botón de oro, que asomaba por entre las verdes y brillantes hojas.
-¡Cómo brillas, solecito! -le dijo-. ¿Sabes dónde podría encontrar a mi campanero de juegos?
El botón de oro despedía un hermosísimo brillo y miraba a Margarita. ¿Qué canción sabría cantar? Tampoco se refería a Carlos. No sabía qué decir.
-El primer día de primavera, el sol del buen Dios lucía en una pequeña alquería, prodigando su benéfico calor; sus rayos se deslizaban por las blancas paredes de la casa vecina, junto a las cuales crecían las primeras flores amarillas, semejantes a ascuas de oro al contacto de los cálidos rayos. La anciana abuela estaba fuera, sentada en su silla; la nieta, una linda muchacha que servía en la ciudad, acababa de llegar para una breve visita y besó a su abuela. Había oro, oro puro del corazón en su beso. Oro en la boca, oro en el alma, oro en aquella hora matinal. Ahí tienes mi cuento -concluyó el botón de oro.
-¡Mi pobre, mi anciana abuelita! -suspiró Margarita-. Sin duda me echa de menos y está triste pensando en mí, como lo estaba pensando en Carlos. Pero volveré pronto a casa y lo llevaré conmigo. De nada sirve que pregunte a las flores, las cuales saben sólo de sus propias penas. No me dirán nada.
Y se arregazó el vestidito para poder andar más rápidamente; pero el lirio de Pascua le golpeó en la pierna al saltar por encima de él. Se detuvo la niña y, considerando la alta flor amarilla, le preguntó:
- ¿Acaso tú sabes algo? -y se agachó sobre la flor. ¿Qué le dijo ésta?
-Me veo a mí misma, me veo a mí misma. ¡Oh, cómo huelo! Arriba, en la pequeña buhardilla, está, medio desnuda, una pequeña bailarina, que ora se sostiene sobre una pierna, ora sobre las dos, recorre con sus pies todo el mundo, pero es sólo una ilusión. Vierte agua de la tetera sobre un pedazo de tela que sostiene: es su corpiño, ¡la limpieza es una gran cosa! El blanco vestido cuelga de un gancho; fue también lavado en la tetera y secado en el tejado. Se lo pone, se pone alrededor del cuello el chal azafranado, y así resalta más el blanco del vestido. ¡Arriba la pierna! ¡Mira qué alardes hace sobre un tallo! ¡Me veo a mí misma, me veo a mí misma! ¡Oh esto es magnífico!
-¡Y qué me importa eso a mí! -dijo Margarita-. ¿A qué viene esa historia?
Y echó a correr hacia el extremo del jardín.
La puerta estaba cerrada, pero ella forcejeó con el herrumbroso cerrojo hasta descorrerlo; se abrió por fin, y la niña se lanzó al vasto mundo con los pies descalzos. Por tres veces se volvió a mirar, pero nadie la perseguía. Al fin, fatigadísima, se sentó sobre una gran piedra, y al dirigir la mirada a su alrededor se dio cuenta de que el verano había pasado y de que estaba ya muy avanzado el otoño, cosa que no había podido observar en el hermoso jardín, donde siempre brillaba el sol, y las flores crecían en todas las estaciones.
-¡Dios mío, cómo me he retrasado! -dijo Margarita-. ¡Estamos ya en otoño; tengo que darme prisa!
Y se puso en pie para reemprender su camino.
Pobres piececitos suyos, ¡qué heridos y cansados! A su alrededor todo parecía frío y desierto; las largas hojas de los sauces estaban amarillas, y el rocío se desprendía en grandes gotas. Caían las hojas unas tras otras; sólo el endrino tenía aún fruto, pero era áspero y contraía la boca. ¡Ay, qué gris y difícil parecía todo en el vasto mundo!.
CUARTO EPISODIO
El príncipe y la princesa
Margarita no tuvo más remedio que tomarse otro descanso. Y he aquí que en medio de la nieve, en el sitio donde se había sentado, saltó una gran corneja que llevaba buen rato allí contemplando a la niña y bamboleando la cabeza. Finalmente, le dijo:
-¡Crac, crac, buenos días, buenos días!
No sabía decirlo mejor, pero sus intenciones eran buenas, y le preguntó adónde iba tan sola por aquellos mundos de Dios. Margarita comprendió muy bien la palabra «sola» y el sentido que encerraba. Contó, pues, a la corneja toda su historia y luego le preguntó si había visto a Carlos.
La corneja hizo un gesto significativo con la cabeza y respondió:
-¡A lo mejor!
-¿Cómo? ¿Crees que lo has visto? -exclamó la niña, besando al ave tan fuertemente que por poco la ahoga.
-¡Cuidado, cuidado! -protestó la corneja-. Me parece que era Carlitos. Sin embargo, te ha olvidado por la princesa.
-¿Vive con una princesa? -preguntó Margarita.
-Sí, escucha -dijo la corneja-; pero me resulta difícil hablar tu lengua. Si entendieses la nuestra, te lo podría contar mejor.
-Lo siento, pero no la sé -respondió Margarita-. Mi abuelita sí la entendía, y también la lengua de las pes. ¡Qué lástima, que yo no la aprendiera!
-No importa -contestó la corneja-. Te lo contaré lo mejor que sepa; claro que resultará muy deficiente.
Y le explicó lo que sabía.
-En este reino en que nos encontramos, vive una princesa de lo más inteligente; tanto, que se ha leído todos los periódicos del mundo, y los ha vuelto a olvidar. Ya ves si es lista. Uno de estos días estaba sentada en el trono -lo cual no es muy divertido, según dicen-; el hecho es que se puso a canturrear una canción que decía así: «¿Y si me buscara un marido?». «Oye, eso merece ser meditado», pensó, y tomó la resolución de casarse. Pero quería un marido que supiera responder cuando ella le hablara; un marido que no se limitase a permanecer plantado y lucir su distinción; esto era muy aburrido. Convocó entonces a todas las damas de la Corte, y cuando ellas oyeron lo que la Reina deseaba, se pusieron muy contentas. «¡Esto me gusta! -exclamaron todas-; hace unos días que yo pensaba también en lo mismo». Te advierto que todo lo que digo es verdad -observó la corneja-. Lo sé por mi novia, que tiene libre entrada en palacio; está domesticada.
La novia era otra corneja, claro está. Pues una corneja busca siempre a una semejante y, naturalmente, es siempre otra corneja.
-Los periódicos aparecieron enseguida con el monograma de la princesa dentro de una orla de corazones. Podía leerse en ellos que todo joven de buen parecer estaba autorizado a presentarse en palacio y hablar con la princesa; el que hablase con desenvoltura y sin sentirse intimidado, y desplegase la mayor elocuencia, sería elegido por la princesa como esposo. Puedes creerme -insistió la corneja-, es verdad, tan verdad como que estoy ahora aquí. Acudió una multitud de hombres, todo eran aglomeraciones y carreras, pero nada salió de ello, ni el primer día ni el segundo. Todos hablaban bien mientras estaban en la calle; pero en cuanto franqueaban la puerta de palacio y veían los centinelas en uniforme plateado y los criados con librea de oro en las escaleras, y los grandes salones iluminados, perdían la cabeza. Y cuando se presentaban ante el trono ocupado por la princesa, no sabían hacer otra cosa que repetir la última palabra que ella dijera, y esto a la princesa no le interesaba ni pizca. Era como si al llegar al salón del trono se les hubiese metido rapé en el estómago y hubiesen quedado aletargados, no despertando hasta encontrarse nuevamente en la calle; entonces recobraban el uso de la palabra. Y había una enorme cola que llegaba desde el palacio hasta la puerta de la ciudad. Yo estaba también, como espectadora. Y pasaban hambre y sed, pero en el palacio no se les servía ni un vaso de agua. Algunos, más listos, se habían traído bocadillos, pero no creas que los compartieran con el vecino. Pensaban: «Mejor que tenga cara de hambriento, así no lo querrá la princesa».
-Pero, ¿y Carlos, y Carlitos? -preguntó Margarita-. ¿Cuándo llegó? ¿Estaba entre la multitud?
-Espera, espera, ya saldrá Carlitos. El tercer día se presentó un personajito, sin caballo ni coche, pero muy alegre. Sus ojos brillaban como los tuyos, tenía un cabello largo y hermoso, pero vestía pobremente.
-¡Era Carlos! -exclamó Margarita, alborozada-. ¡Oh, lo he encontrado!
Y dio una palmada.
-Llevaba un pequeño morral a la espalda -prosiguió la corneja. -No, debía de ser su trineo -replicó Margarita-, pues se marchó con el trineo.
-Es muy posible -admitió la corneja-, no me fijé bien; pero lo que sí sé, por mi novia domesticada, es que el tal individuo, al llegar a la puerta de palacio y ver la guardia en uniforme de plata y a los criados de la escalera en librea dorada, no se turbó lo más mínimo, sino que, saludándoles con un gesto de la cabeza, dijo: «Debe ser pesado estarse en la escalera; yo prefiero entrar». Los salones eran un ascua de luz; los consejeros privados y de Estado andaban descalzos llevando fuentes de oro. Todo era solemne y majestuoso. Los zapatos del recién llegado crujían ruidosamente, pero él no se inmutó.
-¡Es Carlos, sin duda alguna! -repitió Margarita-. Sé que llevaba zapatos nuevos. Oí crujir sus suelas en casa de abuelita.
-¡Ya lo creo que crujían! -prosiguió la corneja-, y nuestro hombre se presentó alegremente ante la princesa, la cual estaba sentada sobre una gran perla, del tamaño de un torno de hilar. Todas las damas de la Corte, con sus doncellas y las doncellas de las doncellas, y todos los caballeros con sus criados y los criados de los criados, que a su vez tenían asistente, estaban colocados en semicírculo; y cuanto más cerca de la puerta, más orgullosos parecían. Al asistente del criado del criado, que va siempre en zapatillas, uno casi no se atreve a mirarlo; tal es la altivez con que se está junto a la puerta.
-¡Debe ser terrible -exclamó Margarita-. ¿Y vas a decirme que Carlos se casó con la princesa?
-De no haber sido yo corneja me habría quedado con ella, y esto que estoy prometido. Parece que él habló tan bien como lo hago yo cuando hablo en mi lengua; así me lo ha dicho mi novia domesticada. Era audaz y atractivo. No se había presentado para conquistar a la princesa, sino sólo para escuchar su conversación. Y la princesa le gustó, y ella, por su parte, quedó muy satisfecha de él.
-Sí, seguro que era Carlos -dijo Margarita-. ¡Siempre ha sido tan inteligente! Fíjate que sabía calcular de memoria con quebrados. ¡Oh, por favor, llévame al palacio!
-¡Niña, qué pronto lo dices! -replicó la corneja-. Tendré que consultarlo con mi novia domesticada; seguramente podrá aconsejarnos, pues de una cosa estoy seguro: que jamás una chiquilla como tú será autorizada a entrar en palacio por los procedimientos reglamentarios.
-¡Sí, me darán permiso! -afirmó Margarita-. Cuando Carlos sepa que soy yo, saldrá enseguida a buscarme.
-Aguárdame en aquella cuesta -dijo la corneja, y, saludándola con un movimiento de la cabeza, se alejó volando.
Cuando regresó, anochecía ya.
-¡Rah! ¡rah! -gritó-. Ella me ha encargado que te salude, y ahí va un panecillo que sacó de la cocina. Allí hay mucho pan, y tú debes de estar hambrienta. No es posible que entres en el palacio; vas descalza; los centinelas en uniforme de plata y los criados en librea de oro no te lo permitirán. Pero no llores, de un modo u otro te introducirás. Mi novia conoce una escalerita trasera que conduce al dormitorio, y sabe dónde hacerse con las llaves.
Se fueron al jardín, a la gran avenida donde las hojas caían sin parar; y cuando en el palacio se hubieron apagado todas las luces una tras otra, la corneja condujo a Margarita a una puerta trasera que estaba entornada.
¡Oh, cómo le palpitaba a la niña el corazón, de angustia y de anhelo! Le parecía como si fuera a cometer una mala acción, y, sin embargo, sólo quería saber si Carlos estaba allí. Que estaba, era casi seguro; y en su imaginación veía sus ojos inteligentes, su largo cabello; lo veía sonreír cómo antes, cuando se reunían en casa entre las rosas. Sin duda estaría contento de verla, de enterarse del largo camino que había recorrido en su busca; de saber la aflicción de todos los suyos al no regresar él. ¡Oh, qué miedo, y, a la vez, qué contento!
Llegaron a la escalera, iluminada por una lamparilla colocada sobre un armario. En el suelo esperaba la corneja domesticada, volviendo la cabeza en todas direcciones. Miró a Margarita, que la saludó con una inclinación, tal como le enseñara la abuelita.
-Mi prometido me ha hablado muy bien de usted, señorita -dijo la corneja domesticada-. Su biografía, como vulgarmente se dice, o sea, la historia de su vida, es, por otra parte, muy conmovedora. Haga el favor de coger la lámpara, y yo guiaré. Lo mejor es ir directamente por aquí, así no encontraremos a nadie.
-Tengo la impresión de que alguien nos sigue - exclamó Margarita; en efecto, algo pasó con un silbido; eran como sombras que se deslizaban por la pared, caballos de flotantes melenas y delgadas patas, cazadores, caballeros y damas cabalgando.
-Son sueños nada más -dijo la corneja-. Vienen a buscar los pensamientos de Su Alteza para llevárselos de caza. Tanto mejor, así podrá usted contemplarla a sus anchas en la cama. Pero confío en que, si es usted elevada a una condición honorífica y distinguida, dará pruebas de ser agradecida.
-No hablemos ahora de eso -intervino la corneja del bosque.
Llegaron al primer salón, tapizado de color de rosa, con hermosas flores en las paredes. Pasaban allí los sueños rumoreando, pero tan vertiginosos, que Margarita no pudo ver a los nobles personajes. Cada salón superaba al anterior en magnificencia; era para perder la cabeza. Al fin llegaron al dormitorio, cuyo techo parecía una gran palmera con hojas de cristal, pero cristal precioso; en el centro, de un grueso tallo de oro, colgaban dos camas, cada una semejante a un lirio. En la primera, blanca, dormía la princesa; en la otra, roja, Margarita debía buscar a Carlos. Separó una de las hojas encarnadas y vio un cuello moreno. ¡Era Carlos! Pronunció su nombre en voz alta, acercando la lámpara -los sueños volvieron a pasar veloces por la habitación-, él se despertó, volvió la cabeza y... ¡no era Carlos!
El príncipe se le parecía sólo por el pescuezo, pero era joven y guapo. La princesa, parpadeando por entre la blanca hoja de lirio, preguntó qué ocurría. Margarita rompió a llorar y le contó toda su historia y lo que por ella habían hecho las cornejas.
¡Pobre pequeña! -exclamaron los príncipes; elogiaron a las cornejas y dijeron que no estaban enfadados, aunque aquello no debía repetirse. Por lo demás, recibirían una recompensa.
¿Prefieren marcharse libremente -preguntó la princesa- o quedarse en palacio en calidad de cornejas de Corte, con derecho a todos los desperdicios de la cocina?
Las dos cornejas se inclinaron respetuosamente y manifestaron que optaban por el empleo fijo, pues pensaban en la vejez y en que sería muy agradable contar con algo positivo para cuando aquélla llegase.
El príncipe se levantó de la cama y la cedió a Margarita; realmente no podía hacer más. Ella cruzó las manos, pensando: «¡Qué buenas son las personas y los animales, después de todo!», y cerrando los ojos, se quedó dormida. Acudieron de nuevo todos los sueños, y creyó ver angelitos de Dios que guiaban un trineo en el que viajaba Carlos, el cual la saludaba con la cabeza. Pero todo aquello fue un sueño, y se desvaneció en el momento de despertarse.
Al día siguiente la vistieron de seda y terciopelo de pies a cabeza. La invitaron a quedarse en palacio, donde lo pasaría muy bien; pero ella pidió sólo un cochecito con un caballo y un par de zapatitos, para seguir corriendo el mundo en busca de Carlos.
Le dieron zapatos y un manguito y la vistieron primorosamente, y cuando se dispuso a partir, había en la puerta una carroza nueva de oro puro; los escudos del príncipe y de la princesa brillaban en ella como estrellas. El cochero, criados y postillones -pues no faltaban tampoco los postillones-, llevaban sendas coronas de oro. Los príncipes en persona la ayudaron a subir al coche y le desearon toda clase de venturas. La corneja silvestre, que ya se había casado, la acompañó un trecho de tres millas, posada a su lado, pues no podía soportar ir de espaldas. La otra corneja se quedó en la puerta batiendo de alas; no siguió porque desde que contaba con un empleo fijo, sufría de dolores de cabeza, pues comía con exceso. El interior del coche estaba acolchado con cosquillas de azúcar, y en el asiento había fruta y mazapán.
-¡Adiós, adiós! -gritaron el príncipe y la princesa; y Margarita lloraba, y lloraba también la corneja-. Al cabo de unas millas se despidió también ésta, y resultó muy dura aquella despedida. Se subió volando a un árbol, y permaneció en él agitando las negras alas hasta que desapareció el coche, que relucía como el sol.
QUINTO EPISODIO
La pequeña bandolera
Avanzaban a través del bosque tenebroso, y la carroza relucía como una antorcha. Su brillo era tan intenso, que los ojos de los bandidos no podían resistirlo.
-¡Es oro, es oro! -gritaban, y, arremetiendo con furia, detuvieron los caballos, dieron muerte a los postillones, al cochero y a los criados y mandaron apearse a Margarita.
-Está gorda, apetitosa, la alimentaron con nueces -dijo la vieja de los bandidos, que era barbuda y tenía unas cejas que le colgaban por encima de los ojos.
-Será sabrosa como un corderillo bien cebado. ¡Se me hace la boca agua! -y sacó su afilado cuchillo, que daba miedo de brillante que era.
-¡Ay! -gritó al mismo tiempo, pues su propia hija, que se le había subido a la espalda, acababa de pegarle un mordisco en la oreja; era salvaje y endiablada como ella sola.
-Maldita rapaza! -exclamó la madre, renunciando a degollar a Margarita.
-¡Jugará conmigo! -dijo la niña de los bandoleros.
-Me dará su manguito y su lindo vestido, y dormirá en mi cama y pegó a la vieja otro mordisco, que la hizo saltar y dar vueltas, mientras los bandidos reían y decían:
-¡Cómo baila con su golfilla!
-¡Quiero subir al coche! -gritó la pequeña salvaje, y hubo que complacerla, pues era malcriada y terca como ella sola. Ella y Margarita subieron al carruaje y salieron a galope a campo traviesa. La hija de los bandoleros era de la edad de Margarita, pero más robusta, ancha de hombros y de piel morena. Tenía los ojos negros, de mirada casi triste. Rodeando a Margarita por la cintura, le dijo: - No te matarán mientras yo no me enfade contigo ¿Eres una princesa, verdad?
-No -respondió Margarita, y le contó todas sus aventuras y lo mucho que ansiaba encontrar a su Carlitos.
La otra la miraba muy seriamente; hizo un signo con la cabeza y dijo:
-No te matarán, aunque yo me enfade; entonces lo haré yo misma.
Y secó los ojos de Margarita y metió las manos en el hermoso manguito, tan blando y caliente.
El coche se detuvo; estaban en el patio de un castillo de bandoleros, todo él derruido de arriba abajo. Cuervos y cornejas salían volando de los grandes orificios, y enormes perros mastines, cada uno de los cuales parecía capaz de tragarse un hombre, saltaban sin ladrar, pues les estaba prohibido.
En la espaciosa sala, vieja y ahumada, ardía un gran fuego en el centro del suelo de piedra; el humo se esparcía por debajo del techo, buscando una salida. Cocía un gran caldero de sopa, al mismo tiempo que asaban liebres y conejos.
-Esta noche dormirás sola conmigo y con mis animalitos -dijo la hija de los bandidos.
Le dieron de comer y beber, y luego las dos niñas se apartaron a un rincón donde había paja y alfombras. Encima, posadas en estacas y perchas, había un centenar de palomas, dormidas al parecer, pero que se movieron un poco al acercarse las chicas.
-Todas son mías -dijo la hija de los bandidos, y, sujetando una por los pies, la sacudió violentamente, haciendo que el animal agitara las alas-. ¡Bésala! -gritó, apretándola contra la cara de Margarita-. Allí están las palomas torcaces, las buenas piezas -y señaló cierto número de barras clavadas ante un agujero en la parte superior de la pared-. También son torcaces aquellas dos; si no las tenemos encerradas, escapan; y éste es mi preferido -y así diciendo, agarró por los cuernos un reno, que estaba atado por un reluciente anillo de cobre en torno al cuello-. No hay más remedio que tenerlo sujeto, de lo contrario huye. Todas las noches le hago cosquillas en el cuello con el cuchillo, y tiene miedo.
Y la chiquilla, sacando un largo cuchillo de una rendija de la pared, lo deslizó por el cuello del reno. El pobre animal todo era patalear, y la chica venga reírse. Luego metió a Margarita en la cama con ella.
-¿Duermes siempre con el cuchillo a tu lado? -preguntó Margarita, mirando el arma un si es no es nerviosa.
-¡Desde luego! -respondió la pequeña bandolera-. Nunca sabe una lo que puede ocurrir. Pero vuelve a contarme lo que me dijiste antes de Carlitos y por qué te fuiste por esos mundos.
Margarita le repitió su historia desde el principio, mientras las palomas torcaces arrullaban en su jaula y las demás dormían. La hija de los bandidos pasó un brazo en torno al cuello de Margarita, y, con el cuchillo en la otra mano, se puso a dormir y a roncar. Margarita, en cambio, no podía pegar los ojos, pues no sabía si seguiría viva o si debía morir. Los bandidos, sentados alrededor del fuego, cantaban y bebían, mientras la vieja no cesaba de dar volteretas. El espectáculo resultaba horrible para Margarita.
En esto dijeron las palomas torcaces:
-¡Ruk, ruk!, hemos visto a Carlitos. Un pollo blanco llevaba su trineo, él iba sentado en la carroza de la Reina de las Nieves, que volaba por encima del bosque cuando nosotras estábamos en el nido. Sopló sobre nosotras y murieron todas menos nosotras dos. ¡Ruk, ruk!
-¿Qué están diciendo ahí arriba? -exclamó Margarita- ¿Adónde iba la Reina de la Nieves? ¿Sabéis algo?
-Al parecer se dirigía a Laponia, donde hay siempre nieve y hielo. Pregunta al reno atado ahí.
-Allí hay hielo y nieve, ¡qué magnífico es aquello y qué bien se está! -dijo el reno-. Salta uno con libertad por los grandes prados relucientes. Allí tiene la Reina de las Nieves su tienda de verano; pero su palacio está cerca del Polo Norte, en las islas que llaman Spitzberg.
-¡Oh, Carlos, Carlitos! -suspiró Margarita.
-¿No puedes estarte quieta? -la riñó la hija de los bandidos- ¿O quieres que te clave el cuchillo en la barriga?
A la mañana siguiente Margarita le contó todo lo que le habían dicho las palomas torcaces; la muchacha se quedó muy seria, movió la cabeza y dijo:
-¡Qué más da, qué más da! ¿Sabes dónde está Laponia? -preguntó al reno.
-¿Quién lo sabría mejor que yo? -respondió el animal, y sus ojos despedían destellos-. Allí nací y me crié. ¡Cómo he brincado por sus campos de nieve!
-¡Escucha! -dijo la muchacha a Margarita-. Ya ves que todos nuestros hombres se han marchado, pero mi madre sigue en casa. Más tarde empinará el codo y echará su siestecita; entonces haré algo por ti -. Saltando de la cama, cogió a su madre por el cuello y, tirándole de los bigotes, le dijo:
-¡Buenos días, mi dulce chivo!
La vieja correspondió a sus caricias con varios capirotazos que le pusieron toda la nariz amoratada; pero no era sino una muestra de cariño.
Cuando la vieja, tras unos copiosos tragos, se entregó a la consabida siestecita, la hija llamó al reno y le dijo: - Podría divertirme aún unas cuantas veces cosquilleándote el cuello con la punta de mi afilado cuchillo; ¡estás entonces tan gracioso! Pero es igual, te desataré y te ayudaré a escapar, para que te marches a Laponia. Pero cuida de brincar con ánimos y de conducir a esta niña al palacio de la Reina de las Nieves, donde está su compañero de juegos. Ya oíste su relato, pues hablaba bastante alto y tú escuchabas.
El reno pegó un brinco de alegría. La muchacha montó a Margarita sobre su espalda, cuidando de sujetarla fuertemente y dándole una almohada para sentarse.
-Así estás bien -dijo-, ahí tienes tus botas de piel, pues hace frío; pero yo me quedo con el manguito; es demasiado precioso. No te vas a helar por eso. Te daré los grandes mitones de mi madre que te llegarán hasta el codo; póntelos... así; ahora tus manos parecen las de mi madre.
Margarita lloraba de alegría.
-No puedo verte lloriquear -dijo la hija de los bandidos-. Debes estar contenta; ahí tienes dos panes y un jamón para que no pases hambre.
Ató las vituallas a la grupa del reno, abrió la puerta, hizo entrar todos los perros y, cortando la cuerda con su cuchillo, dijo al reno:
-¡A galope, pero mucho cuidado con la niña!
Margarita alargó las manos, cubiertas con los grandes mitones, hacia la muchachita, para despedirse de ella, y enseguida el reno emprendió la carrera a campo traviesa, por el inmenso bosque, por pantanos y estepas, a toda velocidad. Aullaban los lobos y graznaban los cuervos; del cielo llegaba un sonido de «¡p-ff, p-ff!», como si estornudasen.
-¡Son mis auroras boreales! -dijo el reno-. Mira cómo brillan.
Y redobló la velocidad, día y noche. Se acabaron los panes y el jamón, y al fin llegaron a Laponia.
SEXTO EPISODIO
La lapona y la finesa
Hicieron alto frente a una casita de aspecto muy pobre. El tejado llegaba hasta el suelo, y la puerta era tan baja que, para entrar y salir, la familia tenía que arrastrarse. Nadie había en la casa, aparte una vieja lapona que cocía pescado en una lámpara de aceite. El reno contó toda la historia de Margarita, aunque después de haber relatado la propia, que estimaba mucho más importante. La niña estaba tan aterida de frío, que no podía hablar.
-¡Pobres! -dijo la mujer lapona-. ¡Lo que les queda aún por andar! Tienen que correr centenares de millas antes de llegar a Finlandia, que es donde vive la Reina de las Nieves, y todas las noches enciende un castillo de fuegos artificiales. Escribiré unas líneas sobre un bacalao seco, pues papel no tengo, y lo entregaréis a la finesa de allá arriba. Ella podrá informaros mejor que yo.
Y cuando Margarita se hubo calentado y saciado el hambre y la sed, la mujer escribió unas palabras en un bacalao seco y, recomendando a la niña que cuidase de no perderlo, lo ató al reno, el cual reemprendió la carrera. «¡P-ff! ¡P-ff!», seguía rechinando en el cielo; y durante toda la noche lucieron magníficas auroras boreales azules. Luego llegaron a Finlandia, y llamaron a la chimenea de la mujer finesa, ya que puerta no había.
La temperatura del interior era tan elevada, que la misma finesa iba casi desnuda; era menuda y en extremo sucia. Se apresuró a quitar los vestidos a Margarita, así como los mitones y botas, ya que de otro modo el calor se le habría hecho insoportable; puso un pedazo de hielo sobre la cabeza del reno y luego leyó las líneas escritas en el bacalao. Las leyó por tres veces, hasta que se las hubo aprendido de memoria, y a continuación echó el pescado en el caldero de la sopa, pues era perfectamente comestible, y aquella mujer a todo le hallaba su aplicación.
Entonces el reno empezó a contar su historia y después la de Margarita. La mujer finesa se limitaba a pestañear, sin decir una palabra.
-Eres muy lista -dijo el reno-. Sé que puedes atar todos los vientos del mundo con una hebra. Cuando el marino suelta uno de los cabos, tiene viento favorable; si suelta otro, el viento arrecia, y si deja el tercero y el cuarto, entonces se levanta una tempestad que derriba los árboles. ¿No querrías procurar a esta niña un elixir que le dé la fuerza de doce hombres y le permita dominar a la Reina de las Nieves?
-¡La fuerza de doce hombres! -dijo la finesa-. No creo que sirviera de gran cosa.
Y, dirigiéndose a un anaquel, cogió una piel arrollada y la desenrolló. Había escritas en ella unas letras misteriosas, y la mujer se puso a leer con tanto esfuerzo, que el sudor le manaba de la frente.
Pero el reno rogó con tanta insistencia en pro de Margarita, y ésta miró a la mujer con ojos tan suplicantes y llenos de lágrimas, que la finesa volvió a pestañear y se llevó al animal a un rincón, donde le dijo al oído, mientras le ponía sobre la cabeza un nuevo pedazo de hielo:
-En efecto, es verdad: Carlitos está aún junto a la Reina de las Nieves, a pleno gusto y satisfacción, persuadido de que es el mejor lugar del mundo. Pero ello se debe a que le entró en el corazón una astilla de cristal, y en el ojo, un granito de hielo. Hay que empezar por extraérselos; de lo contrario, jamás volverá a ser como una persona, y la Reina de las Nieves conservará su poder sobre él.
-¿Y no puedes tú dar algún mejunje a Margarita, para que tenga poder sobre todas esas cosas?
-No puede darle más poder que el que ya posee. ¿No ves lo grande que es? ¿No ves cómo la sirven hombres y animales, y lo lejos que ha llegado, a pesar de ir descalza? Su fuerza no puede recibirla de nosotros; está en su corazón, por ser una niña cariñosa e inocente. Si ella no es capaz de llegar hasta la Reina de las Nieves y extraer el cristal del corazón de Carlos, nosotros nada podemos hacer. A dos millas de aquí empieza el jardín de la Reina; tú puedes llevarla hasta allí; déjala cerca de un gran arbusto que crece en medio de la nieve y está lleno de bayas rojas, y no te entretengas contándole chismes; vuélvete aquí enseguida.
Dicho esto, la finesa montó a Margarita sobre el reno, el cual echó a correr a toda velocidad.
-¡Oh, me dejé los zapatitos! ¡Y los mitones! -exclamó Margarita al sentir el frío cortante; pero el reno no se atrevió a detenerse y siguió corriendo hasta llegar al arbusto de las bayas rojas. Una vez en él, hizo que la niña se apease y la besó en la boca, mientras por sus mejillas resbalaban grandes y relucientes lágrimas; luego emprendió el regreso a galope tendido. La pobre Margarita se quedó allí descalza y sin guantes, en medio de aquella gélida tierra de Finlandia.
Echó a correr de frente, tan deprisa como le era posible. Vino entonces todo un ejército de copos de nieve; pero no caían del cielo, el cual aparecía completamente sereno y brillante por la aurora boreal. Los copos de nieve corrían por el suelo, y cuanto más se acercaban, más grandes eran. Margarita se acordó de lo grandes y bonitos que le habían parecido cuando los contempló a través de una lente; sólo que ahora eran todavía mucho mayores y más pavorosos; tenían vida, eran los emisarios de la Reina de las Nieves. Presentaban las formas más extrañas; unos parecían enormes y feos erizos; otros, arañas apelotonadas que sacaban las cabezas; otros eran como gordos ositos de pelo hirsuto; pero todos tenían un brillo blanco y todos eran vivos.
Margarita rezó un Padrenuestro, y el frío era tan intenso, que podía ver su propia respiración, que le salía de la boca en forma de vapor. Y el vapor se hacía cada vez más denso, hasta adoptar la figura de angelitos radiantes, que iban creciendo a medida que se acercaban a la tierra; todos llevaban casco en la cabeza, y lanza y escudo en las manos. Su número crecía constantemente, y cuando Margarita hubo terminado su padrenuestro, la rodeaba todo un ejército. Con sus lanzas picaban los horribles copos, haciéndolos estallar en cien pedazos, y Margarita avanzaba segura y contenta.
Los ángeles le acariciaban manos y pies, con lo que ella sentía menos el frío; y se dirigió rápidamente al palacio de la Reina de las Nieves.
Pero veamos ahora cómo lo pasaba Carlos, quien no pensaba, ni mucho menos, en Margarita, ni sospechaba siquiera que estuviese frente al palacio.
SÉPTIMO EPISODIO
Del palacio de la Reina de las Nieves y de lo que luego sucedió
Los muros del castillo eran de nieve compacta, y sus puertas y ventanas estaban hechas de cortantes vientos; había más de cien salones, dispuestos al albur de las ventiscas, y el mayor tenía varias millas de longitud. Los iluminaba la refulgente aurora boreal, y eran todos ellos espaciosos, vacíos, helados y brillantes. Nunca se celebraban fiestas en ellos, ni siquiera un pequeño baile de osos, en que la tempestad hubiera podido actuar de orquesta y los osos polares, andando sobre sus patas traseras, exhibir su porte elegante. Nunca una reunión social, con sus manotazos a la boca y golpes de zarpa; nunca un té de blancas raposas: todo era desierto, inmenso y gélido en los salones de la Reina de las Nieves. Las auroras boreales flameaban tan nítidamente, que podía calcularse con exactitud cuándo estaban en su máximo y en su mínimo. En el centro de aquella interminable sala desierta había un lago helado, roto en mil pedazos, tan iguales entre sí que el conjunto resultaba una verdadera obra de arte. En medio se sentaba la Reina de las Nieves cuando residía en su palacio; decía entonces que estaba sentada en el espejo de la razón, y que éste era el único y el mejor espejo del mundo.
Carlitos estaba amoratado de frío, casi negro; pero no se daba cuenta, pues ella lo había hecho besar por la helada, y su corazón era como un témpano de hielo. Se entretenía arrastrando cortantes pedazos de hielo llanos y yuxtaponiéndolos de todas las maneras posibles para formar con ellos algo determinado, como cuando nosotros combinamos piezas de madera y reconstituimos figuras: lo que llamamos un rompecabezas. El muchacho obtenía diseños extremadamente ingeniosos; era el gran rompecabezas helado de la inteligencia. Para él, aquellas figuras eran perfectas y tenían grandísima importancia; y todo por el granito de hielo que tenía en el ojo. Combinaba figuras que eran una palabra escrita, pero de ningún modo lograba componer el único vocablo que le interesaba: ETERNIDAD. Sin embargo, la Reina de las Nieves le había dicho: -Si consigues componer esta figura, serás señor de ti mismo y te regalaré el mundo entero y un par de patines por añadidura-. Pero no había modo.
-Tengo que marcharme a las tierras cálidas -dijo la Reina de las Nieves-. Quiero echar un vistazo a los pucheros de hierro. Se refería a los volcanes que nosotros llamamos Etna y Vesubio. Les pondré un poquitín de blanco, como corresponde; y además les irá bien a los limones y a las uvas.
Y levantó el vuelo, dejando a Carlos solo en aquella sala helada y enorme, tan lejana, entregado a sus combinaciones con los pedazos de hielo, pensando y cavilando hasta sorberse los sesos. Permanecía inmóvil y envarado; se le hubiera tomado por una estatua de hielo.
Y he aquí que Margarita franqueó la puerta del palacio. Soplaban en él vientos cortantes, pero cuando la niña rezó su oración vespertina, se calmaron como si les entrara sueño; y ella avanzó por las enormes salas frías y desiertas: ¡allí estaba Carlos! Lo reconoció enseguida, se le arrojó al cuello y, abrazándolo fuertemente, exclamó:
-¡Carlos! ¡Mi Carlitos querido! ¡Al fin te encontré!
Pero él seguía inmóvil, tieso y frío; y entonces Margarita lloró lágrimas ardientes, que cayeron sobre su pecho y penetraron en su corazón, derritiendo el témpano de hielo y destruyendo el trocito de espejo. Él la miró, y la niña se puso a cantar:
Florecen en el valle las rosas.
¡Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas!
Entonces Carlos prorrumpió en lágrimas; lloraba de tal modo, que el granito de espejo le salió flotando del ojo. Reconoció a la niña y gritó alborozado:
-¡Margarita, mi querida Margarita! ¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¿Y dónde he estado yo?
Y miraba a su alrededor.
-¡Qué frío hace aquí! ¡Qué grande es esto y qué desierto!
Y se agarraba a Margarita, que de alegría reía y lloraba a la vez. El espectáculo era tan conmovedor, que hasta los témpanos se pusieron a bailar, y cuando se sintieron cansados y volvieron a echarse, lo hicieron formando la palabra que, según la Reina de las Nieves, podía hacerlo señor de sí mismo y darle el mundo entero y un par de patines además.
Margarita lo besó en las mejillas, y éstas cobraron color; lo besó en los ojos, que se volvieron brillantes como los de ella; lo besó en las manos y los pies, y el niño quedó sano y contento. Ya podía volver la Reina de las Nieves; su carta de emancipación quedaba escrita con relucientes témpanos de hielo.
Cogidos de la mano, los niños salieron del enorme palacio, hablando de la abuelita y de las rosas del tejado; y dondequiera que fuesen, al punto amainaba el viento y salía el sol. Al llegar al arbusto de las bayas rotas, vieron al reno que los aguardaba, en compañía de una hembra con las ubres llenas, que dio a los niños su tibia leche y los besó en la boca. Acto seguido condujeron a Carlos y Margarita a la casa de la mujer finesa, en cuya caldeada habitación se reconfortaron, y la mujer les indicó el camino de su patria. Hicieron también escala en la choza de la lapona, que entretanto había cosido vestidos para ellos y reparado sus trineos.
La pareja de renos, saltando a su lado, los siguió hasta la frontera del país, donde brotaba la primera hierba; allí se despidieron de los animales y de la lapona.
-¡Adiós! -se dijeron todos-. Y las primeras avecillas piaron, el bosque tenía yemas verdes, y de su espesor salió un soberbio caballo, que Margarita reconoció -era el que había tirado de la dorada carroza-, montado por una muchacha que llevaba la cabeza cubierta con un rojo y reluciente gorro, y pistolas al cinto. Era la hija de los bandidos, que harta de los suyos, se dirigía hacia el Norte, resuelta a encaminarse luego a otras regiones si aquélla no la convencía. Reconoció inmediatamente a Margarita, y ésta a ella, con gran alegría de ambas.
-¡Valiente mocito, que se marchó tan lejos! -dijo a Carlitos- Me gustaría saber si te mereces que vayan a buscarte al fin del mundo.
Pero Margarita, dándole unos golpecitos en las mejillas, le preguntó por el príncipe y la princesa.
-Se fueron a otras tierras -dijo la muchacha.
-¿Y la corneja?
-La corneja murió. Ahora la domesticada es viuda y va con un hilo de lana negra en la pata; no hace más que lamentarse, aunque todo es comedia. Pero cuéntame qué fue de ti y cómo lo pescaste.
Margarita y Carlos se lo contaron.
-¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado! -dijo la pequeña bandolera; y, cogiendo a los dos de la mano, les prometió visitarlos si algún día iba a su ciudad; dicho esto, se marchó por esos mundos.
Carlos y Margarita continuaron cogidos de la mano, y, según avanzaban, surgía la primavera con flores y follaje; las campanas de las iglesias repicaban, y los niños reconocieron las altas torres y la gran ciudad natal. Se dirigieron a la puerta de la abuelita, subieron las escaleras y entraron en el cuarto, donde todo seguía como antes, en su mismo lugar. El reloj decía «¡tic, tac!», y las agujas giraban; pero al pasar la puerta se dieron cuenta de que se habían vuelto personas mayores. Las rosas del terrado florecían entrando, por la abierta ventana, y a su lado estaban aún sus sillitas de niños, Carlos y Margarita se sentaron cada cual en la suya, sin soltarse las manos. Habían olvidado, como si hubiese sido un sueño de pesadilla, la magnificencia gélida y desierta del palacio de la Reina de las Nieves. La abuelita, sentada a la clara luz del sol de Dios, leía la Biblia en voz alta: «Si no se vuelven como los niños, no entrarán en el reino de los cielos».
Carlos y Margarita se miraron a los ojos y de pronto comprendieron la vieja canción:
Florecen en el valle las rosas.¡
Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas!
Y permanecieron sentados, mayores y, sin embargo, niños, niños por el corazón. Y llegó el verano, el verano caluroso y bendito.
FIN

LA SIRENITA
  
En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el cual habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas.
La Sirenita, la más joven, además de ser la más bella poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusas al oírla dejaban de flotar.
La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas.
-¡Oh! ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores!
-Todavía eres demasiado joven -respondió la abuela-. Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para subir a la superficie, como a tus hermanas.
La Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín adornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada.
Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor.
-¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pero recuerda que el mundo de arriba no es el nuestro, sólo podemos admirarlo! Somos hijos del mar y no tenemos alma como los hombres. Sé prudente y no te acerques a ellos. ¡Sólo te traerían desgracias!
Apenas su padre terminó de hablar, La Sirenita le di un beso y se dirigió hacia la superficie, deslizándose ligera. Se sentía tan veloz que ni siquiera los peces conseguían alcanzarla. De repente emergió del agua. ¡Qué fascinante! Veía por primera vez el cielo azul y las primeras estrellas centelleantes al anochecer. El sol, que ya se había puesto en el horizonte, había dejado sobre las olas un reflejo dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas revoloteaban por encima de La Sirenita y dejaban oír sus alegres graznidos de bienvenida.
-¡Qué hermoso es todo! -exclamó feliz, dando palmadas.
Pero su asombro y admiración aumentaron todavía: una nave se acercaba despacio al escollo donde estaba La Sirenita. Los marinos echaron el ancla, y la nave, así amarrada, se balanceó sobre la superficie del mar en calma. La Sirenita escuchaba sus voces y comentarios. “¡Cómo me gustaría hablar con ellos!", pensó. Pero al decirlo, miró su larga cola cimbreante, que tenía en lugar de piernas, y se sintió acongojada: “¡Jamás seré como ellos!”
A bordo parecía que todos estuviesen poseídos por una extraña animación y, al cabo de poco, la noche se llenó de vítores: “¡Viva nuestro capitán! ¡Vivan sus veinte años!” La pequeña sirena, atónita y extasiada, había descubierto mientras tanto al joven al que iba dirigido todo aquel alborozo. Alto, moreno, de porte real, sonreía feliz. La Sirenita no podía dejar de mirarlo y una extraña sensación de alegría y sufrimiento al mismo tiempo, que nunca había sentido con anterioridad, le oprimió el corazón.
La fiesta seguía a bordo, pero el mar se encrespaba cada vez más. La Sirenita se dio cuenta en seguida del peligro que corrían aquellos hombres: un viento helado y repentino agitó las olas, el cielo entintado de negro se desgarró con relámpagos amenazantes y una terrible borrasca sorprendió a la nave desprevenida.
-¡Cuidado! ¡El mar...! -en vano la Sirenita gritó y gritó.
Pero sus gritos, silenciados por el rumor del viento, no fueron oídos, y las olas, cada vez más altas, sacudieron con fuerza la nave. Después, bajo los gritos desesperados de los marineros, la arboladura y las velas se abatieron sobre cubierta, y con un siniestro fragor el barco se hundió. La Sirenita, que momentos antes había visto cómo el joven capitán caía al mar, se puso a nadar para socorrerlo. Lo buscó inútilmente durante mucho rato entre las olas gigantescas. Había casi renunciado, cuando de improviso, milagrosamente, lo vio sobre la cresta blanca de una ola cercana y, de golpe, lo tuvo en sus brazos.
El joven estaba inconsciente, mientras la Sirenita, nadando con todas sus fuerzas, lo sostenía para rescatarlo de una muerte segura. Lo sostuvo hasta que la tempestad amainó. Al alba, que despuntaba sobre un mar todavía lívido, la Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y poder depositar el cuerpo del joven sobre la arena de la playa. Al no poder andar, permaneció mucho tiempo a su lado con la cola lamiendo el agua, frotando las manos del joven y dándole calor con su cuerpo.
Hasta que un murmullo de voces que se aproximaban la obligaron a buscar refugio en el mar.
-¡Corran! ¡Corran! -gritaba una dama de forma atolondrada- ¡Hay un hombre en la playa! ¡Está vivo! ¡Pobrecito...! ¡Ha sido la tormenta...! ¡Llevémoslo al castillo! ¡No! ¡No! Es mejor pedir ayuda...
La primera cosa que vio el joven al recobrar el conocimiento, fue el hermoso semblante de la más joven de las tres damas.
-¡Gracias por haberme salvado! -le susurró a la bella desconocida.
La Sirenita, desde el agua, vio que el hombre al que había salvado se dirigía hacia el castillo, ignorante de que fuese ella, y no la otra, quien lo había salvado.
Pausadamente nadó hacia el mar abierto; sabía que, en aquella playa, detrás suyo, había dejado algo de lo que nunca hubiera querido separarse. ¡Oh! ¡Qué maravillosas habían sido las horas transcurridas durante la tormenta teniendo al joven entre sus brazos!
Cuando llegó a la mansión paterna, la Sirenita empezó su relato, pero de pronto sintió un nudo en la garganta y, echándose a llorar, se refugió en su habitación. Días y más días permaneció encerrada sin querer ver a nadie, rehusando incluso hasta los alimentos. Sabía que su amor por el joven capitán era un amor sin esperanza, porque ella, la Sirenita, nunca podría casarse con un hombre.
Sólo la Hechicera de los Abismos podía socorrerla. Pero, ¿a qué precio? A pesar de todo decidió consultarla.
-¡...por consiguiente, quieres deshacerte de tu cola de pez! Y supongo que querrás dos piernas. ¡De acuerdo! Pero deberás sufrir atrozmente y, cada vez que pongas los pies en el suelo sentirás un terrible dolor.
-¡No me importa -respondió la Sirenita con lágrimas en los ojos- a condición de que pueda volver con él!
¡No he terminado todavía! -dijo la vieja-. ¡Deberás darme tu hermosa voz y te quedarás muda para siempre! Pero recuerda: si el hombre que amas se casa con otra, tu cuerpo desaparecerá en el agua como la espuma de una ola.
-¡Acepto! -dijo por último la Sirenita y, sin dudar un instante, le pidió el frasco que contenía la poción prodigiosa. Se dirigió a la playa y, en las proximidades de su mansión, emergió a la superficie; se arrastró a duras penas por la orilla y se bebió la pócima de la hechicera.
Inmediatamente, un fuerte dolor le hizo perder el conocimiento y cuando volvió en sí, vio a su lado, como entre brumas, aquel semblante tan querido sonriéndole. El príncipe allí la encontró y, recordando que también él fue un náufrago, cubrió tiernamente con su capa aquel cuerpo que el mar había traído.
-No temas -le dijo de repente-. Estás a salvo. ¿De dónde vienes?
Pero la Sirenita, a la que la bruja dejó muda, no pudo responderle.
-Te llevaré al castillo y te curaré.
Durante los días siguientes, para la Sirenita empezó una nueva vida: llevaba maravillosos vestidos y acompañaba al príncipe en sus paseos. Una noche fue invitada al baile que daba la corte, pero tal y como había predicho la bruja, cada paso, cada movimiento de las piernas le producía atroces dolores como premio de poder vivir junto a su amado. Aunque no pudiese responder con palabras a las atenciones del príncipe, éste le tenía afecto y la colmaba de gentilezas. Sin embargo, el joven tenía en su corazón a la desconocida dama que había visto cuando fue rescatado después del naufragio.
Desde entonces no la había visto más porque, después de ser salvado, la desconocida dama tuvo que partir de inmediato a su país. Cuando estaba con la Sirenita, el príncipe le profesaba a ésta un sincero afecto, pero no desaparecía la otra de su pensamiento. Y la pequeña sirena, que se daba cuenta de que no era ella la predilecta del joven, sufría aún más. Por las noches, la Sirenita dejaba a escondidas el castillo para ir a llorar junto a la playa.
Pero el destino le reservaba otra sorpresa. Un día, desde lo alto del torreón del castillo, fue avistada una gran nave que se acercaba al puerto, y el príncipe decidió ir a recibirla acompañado de la Sirenita.
La desconocida que el príncipe llevaba en el corazón bajó del barco y, al verla, el joven corrió feliz a su encuentro. La Sirenita, petrificada, sintió un agudo dolor en el corazón. En aquel momento supo que perdería a su príncipe para siempre. La desconocida dama fue pedida en matrimonio por el príncipe enamorado, y la dama lo aceptó con agrado, puesto que ella también estaba enamorada. Al cabo de unos días de celebrarse la boda, los esposos fueron invitados a hacer un viaje por mar en la gran nave que estaba amarrada todavía en el puerto. La Sirenita también subió a bordo con ellos, y el viaje dio comienzo.
Al caer la noche, la Sirenita, angustiada por haber perdido para siempre a su amado, subió a cubierta. Recordando la profecía de la hechicera, estaba dispuesta a sacrificar su vida y a desaparecer en el mar. Procedente del mar, escuchó la llamada de sus hermanas:
-¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras, tus hermanas! ¡Mira! ¿Ves este puñal? Es un puñal mágico que hemos obtenido de la bruja a cambio de nuestros cabellos. ¡Tómalo y, antes de que amanezca, mata al príncipe! Si lo haces, podrás volver a ser una sirenita como antes y olvidarás todas tus penas.
Como en un sueño, la Sirenita, sujetando el puñal, se dirigió hacia el camarote de los esposos. Mas cuando vio el semblante del príncipe durmiendo, le dio un beso furtivo y subió de nuevo a cubierta. Cuando ya amanecía, arrojó el arma al mar, dirigió una última mirada al mundo que dejaba y se lanzó entre las olas, dispuesta a desaparecer y volverse espuma.
Cuando el sol despuntaba en el horizonte, lanzó un rayo amarillento sobre el mar y, la Sirenita, desde las aguas heladas, se volvió para ver la luz por última vez. Pero de improviso, como por encanto, una fuerza misteriosa la arrancó del agua y la transportó hacia lo más alto del cielo. Las nubes se teñían de rosa y el mar rugía con la primera brisa de la mañana, cuando la pequeña sirena oyó cuchichear en medio de un sonido de campanillas:
-¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Ven con nosotras!
-¿Quiénes son? -murmuró la muchacha, dándose cuenta de que había recobrado la voz-. ¿Dónde están?
-Estás con nosotras en el cielo. Somos las hadas del viento. No tenemos alma como los hombres, pero es nuestro deber ayudar a quienes hayan demostrado buena voluntad hacia ellos.
La Sirenita, conmovida, miró hacia abajo, hacia el mar en el que navegaba el barco del príncipe, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, mientras las hadas le susurraban:
-¡Fíjate! Las flores de la tierra esperan que nuestras lágrimas se transformen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras! Volemos hacia los países cálidos, donde el aire mata a los hombres, para llevar ahí un viento fresco. Por donde pasemos llevaremos socorros y consuelos, y cuando hayamos hecho el bien durante trescientos años, recibiremos un alma inmortal y podremos participar de la eterna felicidad de los hombres -le decían.
-¡Tú has hecho con tu corazón los mismos esfuerzos que nosotras, has sufrido y salido victoriosa de tus pruebas y te has elevado hasta el mundo de los espíritus del aire, donde no depende más que de ti conquistar un alma inmortal por tus buenas acciones! -le dijeron.
Y la Sirenita, levantando los brazos al cielo, lloró por primera vez.
Oyéronse de nuevo en el buque los cantos de alegría: vio al Príncipe y a su linda esposa mirar con melancolía la espuma juguetona de las olas. La Sirenita, en estado invisible, abrazó a la esposa del Príncipe, envió una sonrisa al esposo, y en seguida subió con las demás hijas del viento envuelta en una nube color de rosa que se elevó hasta el cielo.
FIN


LAS CIGÜEÑAS

Sobre el tejado de la casa más apartada de una aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña madre estaba posada en él, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con sus piquitos negros, pues no se habían teñido aún de rojo. A poca distancia, sobre el vértice del tejado, permanecía el padre, erguido y tieso; tenía una pata recogida, para que no pudieran decir que el montar la guardia no resultaba fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido -pensaba-. Nadie puede saber que soy su marido. Seguramente pensará todo el mundo que me han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha distinción». Y siguió de pie sobre una pata.
Abajo, en la calle, jugaba un grupo de chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la presencia de las cigüeñas, el más atrevido rompió a cantar, acompañado luego por toda la tropa:
Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra
Más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
Y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
El segundo chamuscado;
Al tercero lo derribará el cazador
Y el cuarto irá a parar al asador.
-¡Escucha lo que cantan los niños! -exclamaron los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.
-No se preocupen -los tranquilizó la madre-. No les hagan caso, déjenlos que canten.
Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas burlándose; sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños:
-No se apuren -les decía-, miren qué tranquilo está su padre, sosteniéndose sobre una pata.
-¡Oh, qué miedo tenemos! -exclamaron los pequeños escondiendo la cabecita en el nido.
Al día siguiente los chiquillos acudieron nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se pusieron a cantar otra vez.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado.
-¿De veras van a colgarnos y chamuscamos? -preguntaron los polluelos.
-¡No, claro que no! -dijo la madre-. Aprenderán a volar, pues yo les enseñaré; luego nos iremos al prado, a visitar a las ranas. Verán cómo se inclinan ante nosotras en el agua cantando: «¡coax, coax!»; y nos las zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo!
-¿Y después? -preguntaron los pequeños.
-Después nos reuniremos todas las cigüeñas de estos contornos y comenzarán los ejercicios de otoño. Hay que saber volar muy bien para entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el que no sepa hacerlo como Dios manda, será muerto a picotazos por el general. Así que es cuestión de aplicaros, en cuanto la instrucción empiece.
-Pero después nos van a ensartar, como decían los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo.
-¡Es a mí a quien deben atender y no a ellos! –Les regañó la madre cigüeña-. Cuando se hayan terminado los grandes ejercicios de otoño, emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas, lejos, muy lejos de aquí, cruzando valles y bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas triangulares de piedra terminadas en punta, que se alzan hasta las nubes; se llaman pirámides, y son mucho más viejas de lo que una cigüeña puede imaginar. También hay un río, que se sale del cauce y convierte todo el país en un cenagal. Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos de ranas.
-¡Ajá! -exclamaron los polluelos.
-¡Sí, es magnífico! En todo el día no hace uno sino comer; y mientras nos damos allí tan buena vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los árboles, y hace tanto frío que hasta las nubes se hielan, se resquebrajan y caen al suelo en pedacitos blancos. Se refería a la nieve, pero no sabía explicarse mejor.
-¿Y también esos chiquillos malos se hielan y rompen a pedazos? -preguntaron los polluelos.
-No, no llegan a romperse, pero poco les falta, y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro; ustedes, en cambio, volarán por aquellas tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda todo.
Transcurrió algún tiempo. Los polluelos habían crecido lo suficiente para poder incorporarse en el nido y dominar con la mirada un buen espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas las mañanas provistas de sabrosas ranas, culebrillas y otras golosinas que encontraba. ¡Eran de ver las exhibiciones con que los obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrás, hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si fuese una carraca y luego les contaba historias, todas acerca del cenagal.
-Bueno, ha llegado el momento de aprender a volar -dijo un buen día la madre, y los cuatro pollitos hubieron de salir al remate del tejado. ¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en mantener el equilibrio con las alas, y cuán a punto estaban de caerse.
-¡Fíjense en mí! -dijo la madre-. Deben poner la cabeza así, y los pies así: ¡Un, dos, Un, dos! Así es como tendrán que comportaros en el mundo.
Y se lanzó a un breve vuelo, mientras los pequeños pegaban un saltito, con bastante torpeza, y ¡bum!, se cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.
-¡No quiero volar! -protestó uno de los pequeños, encaramándose de nuevo al nido-. ¡Me es igual no ir a las tierras cálidas!
-¿Prefieres helarte aquí cuando llegue el invierno? ¿Estás conforme con que te cojan esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.
-¡Oh, no! -suplicó el polluelo, saltando otra vez al tejado, con los demás.
Al tercer día ya volaban un poquitín, con mucha destreza, y, creyéndose capaces de cernerse en el aire y mantenerse en él con las alas inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí, sí...! ¡Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de darse prisa a poner de nuevo las alas en movimiento. Y he aquí que otra vez se presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez entonaron su canción:
¡Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra!
-¡Bajemos de una volada y saquémosles los ojos! -exclamaron los pollos- ¡No, déjenlos! -replicó la madre-. Fíjense en mí, esto es lo importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan limpio y preciso, que mañana los permitiré acompañarme al pantano. Allí conocerán varias familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy simpáticas; me gustaría que mis pequeños fuesen los más lindos de toda la concurrencia; quisiera poder sentirme orgullosa de ustedes. Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.
-¿Y no nos vengaremos de esos rapaces endemoniados? -preguntaron los hijos.


-Déjenlos gritar cuanto quieran. Ustedes se remontarán hasta las nubes y estarán en el país de las pirámides, mientras ellos pasan frío y no tienen ni una hoja verde, ni una manzana.
-Sí, nos vengaremos -se cuchichearon unos a otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.
De todos los muchachuelos de la calle, el más empeñado en cantar la canción de burla, y el que había empezado con ella, era precisamente un rapaz muy pequeño, que no contaría más allá de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que tenía lo menos cien, pues era mucho más corpulento que su madre y su padre. ¡Qué sabían ellas de la edad de los niños y de las personas mayores! Este fue el niño que ellas eligieron como objeto de su venganza, por ser el iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban realmente indignadas, y cuanto más crecían, menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su madre hubo de prometerles que las dejaría vengarse, pero a condición de que fuese el último día de su permanencia en el país.
-Antes hemos de ver qué tal se portan en las grandes maniobras; si lo hacen mal y el general les traspasa el pecho de un picotazo, entonces los chiquillos habrán tenido razón, en parte al menos. Hemos de verlo, pues.
- ¡Si, ya verás! -dijeron las crías, redoblando su aplicación. Se ejercitaban todos los días, y volaban con tal ligereza y primor, que daba gusto.
Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron a reunirse para emprender juntas el vuelo a las tierras cálidas, mientras en la nuestra reina el invierno. ¡Qué de impresionantes maniobras! Había que volar por encima de bosques y pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo, pues era muy largo el viaje que les esperaba. Los pequeños se portaron tan bien, que obtuvieron un «sobresaliente con rana y culebra». Era la nota mejor, y la rana y la culebra podían comérselas; fue un buen bocado.
-¡Ahora, la venganza! -dijeron.
-¡Sí, desde luego! -asintió la madre cigüeña-. Ya he estado yo pensando en la más apropiada. Sé dónde se halla el estanque en que yacen todos los niños chiquitines, hasta que las cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeñuelos duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca más volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno para cada uno de los chiquillos que no cantaron la canción y se portaron bien con las cigüeñas.
-Pero, ¿y el que empezó con la canción, aquel mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-, qué hacemos con él?
-En el estanque yace un niñito muerto, que murió mientras soñaba. Pues lo llevaremos para él. Tendrá que llorar porque le habremos traído un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro muchachito bueno -no lo habrán olvidado, el que dijo que era pecado burlarse de los animales-, a aquél le llevaremos un hermanito y una hermanita, y como el muchacho se llamaba Pedro, todos ustedes se llamarán también Pedro.
Y fue tal como dijo, y todas las crías de las cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen llamándose así.

A JUGAR CON EL BASTÓN  Rodari
Un día el pequeño Claudio jugaba en el zaguán, y por la calle pasó un hermoso anciano con los lentes de oro, que caminaba encorvado, apoyándose en un bastón, y precisamente delante del portón se le cayó el bastón.
Claudio fue presuroso a recogérselo y se lo dio al viejo, que le sonrió y dijo:
— Gracias, pero no me sirve. Puedo caminar muy bien sin él. Si te gusta, tenlo.
Y sin esperar respuesta se alejó, y parecía menos encorvado que antes.
Claudio permaneció allí con el bastón entre las manos y no sabía qué hacer.
Era un bastón común de madera, con el mango curvo y la punta de hierro, y no se notaba nada más especial. Claudio golpeó dos o tres veces la punta en el suelo, después, casi sin pensarlo montó a horcajadas el bastón y he aquí que no era más un bastón, sino un caballo, un maravilloso potro negro con una estrella blanca en la frente, que se lanzó al galope alrededor del patio, relinchando y haciendo salir centellas de los guijarros.
Cuando Claudio, un poco maravillado y un poco asustado, logró poner el pie en el suelo, el bastón era nuevamente un bastón, y no tenía cascos sino una sencilla punta oxidada, ni crines de caballo, sino el mismo mango encorvado.
— Quiero probar de nuevo –dijo Claudio, cuando logró recobrar el aliento.
Montó de nuevo el bastón, y esta vez no fue un caballo, sino un solemne camello con dos jorobas –y el patio era un inmenso desierto para atravesar, pero Claudio no tenía miedo y observaba desde lejos, para ver aparecer el oasis.
“Ciertamente es un bastón encantado”, se dijo Claudio, montándolo por tercera vez.
Ahora era un automóvil de carreras, todo rojo con el número escrito en blanco sobre el capó, y el patio una pista ruidosa, y Claudio llegaba siempre el primero a la meta.
Después, el bastón fue una motonave y el patio un lago con aguas tranquilas y verdes, y después una nave espacial que surcaba los espacios, dejando tras de sí una estela de estrellas.
Cada vez que Claudio ponía el pie en tierra el bastón tomaba su aspecto pacífico, el mango lúcido, el viejo herrete. La tarde pasó rápida entre aquellos juegos.
Hacia la noche Claudio se asomó hacia la carretera, y he aquí que ve al viejo con los lentes de oro.
Claudio lo observó con curiosidad, pero no pudo ver en él nada de especial: era un viejo señor cualquiera, un poco cansado por el paseo.
— ¿Te gusta el bastón?, preguntó sonriendo a Claudio. Claudio creyó que se lo pedía, y se lo alargó, enrojecido. Pero el viejo hizo señal de que no.
— Tenlo, tenlo, dijo. ¿Qué hago yo con un bastón? Tú puedes volar, yo sólo podré apoyarme. Me apoyaré en el muro y será lo mismo.
Y se fue sonriendo, porque no hay persona más feliz que el viejo que puede regalar alguna cosa a un niño.



VIDEO CUENTOS
Celtas Cortos es un grupo español de música rock con influencias celtas. Es uno de los grupos nacionales más exitosos de todos los tiempos, como lo demuestra el hecho de que durante su carrera han llegado a vender más de 2.000.000 de copias de sus distintos trabajos.
Fuebtes.http://es.wikipedia.org/wiki/Celtas_Cortos